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    Tener fe en tu Dominante conlleva no tener miedo

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    Mi primer sometido es mi control, siempre está a mi servicio

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    Manejar el silencio es más difícil que manejar el látigo

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    Mi alma necesita tanto mimo como mi cuerpo castigo

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    Después de una sesión, la mano que te domina te debe acariciar

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    El precio de Dominar es la responsabilidad

Blog de Duquexx

Eran las 21:00  horas cuando entró cansada en su habitación. Su cara desencajada reflejaba el estrés intenso que había vivido durante toda la jornada. Un dolor de cervicales que parecían mas bien pinchazos de agujas afiladas se clavaban en su cuello de cisne, asesinando el relax  tan merecido después de un día de trabajo tan duro. Su traje azul marino que como siempre se ajustaba impecablemente a su cuerpo, a estas horas  de la noche parecía querer estrangular su pecho, impidiéndo que respirara la tan ansiada comodidad del hogar.


    Pensativa y cabizbaja sé sentó en el sillón de su habitación, mejor dicho, se dejo caer como un saco repleto de frustraciones atraído por la gravedad, como un pelele vencido por el viento de las desilusiones, y despacio, casi sin fuerzas, levanto la cara y me encontró. Al instante, una sensación de placer indescriptible le recorrió el cuerpo, desde los dedos de los pies hasta la cabeza. Fue como si al verme en su interior se hubiera pulsado un  interruptor que de repente diera  paso a la energía que tanto le faltaba. Su sonrisa brotó, sus ojos de color miel se encendieron, y su cuerpo antes tenso se relajó.


    De pie, a escasos centímetros de mí, inicio un estriptis privado y lento. Juro que mientras lo hacía no dejaba de mirarme y desearme como se desea el agua del desierto. Primero se quitó los zapatos negros de tacón, dejando al aire unos tobillos perfectos, después la chaqueta, más tarde deslizó la falda despacio por sus largas y modeladas piernas, y ya al final, desabotonándose su camisa blanca de fino algodón, dejó al descubierto su pequeño sujetador de color blanco, a través del cual se adivinaban dos lunas de color café, y un tanguita a juego que apenas cubría su sexo. Fue un momento mágico que deseé dilatar con la imaginación cuanto pude. Allí estaba ella, sólo para mí, como una  aparición inmaculada, invitándome a una fiesta privada.


    Hipnotizada  por mi presencia dio pasó por fin a la cuenta atrás. Llevándose las manos a su espalda se desabrochó el sujetador con maestría y lo despegó de su piel. Al hacerlo, sus pechos saltaron hacia adelante cual resortes, como salidos de una caja de sorpresas, poderosos, firmes, hambrientos de aire, libres por fin. Unos segundos más tarde, tirando de las finas tiras de su tanga diminuto lo deslizó cintura abajo en un viaje que me pareció interminable, hasta que por fin llegó a sus pies. Y con un suave movimiento de piernas de esos que sólo saben hacer las mujeres, lo lanzó por el aire, aterrizando sobre mi  pecho, como una hoja de propaganda que caída del cielo anuncia que está próxima la llegada de una reina.


    No sabría decir que fue más alucinante, si contemplar sus senos perfectos y firmes retando la gravedad e imaginarme como un montañero escalando sus laderas con la lengua hasta coronar sus cimas, o perderme con la vista y la imaginación entre la fina vegetación de su Monte de Venus, antesala de una cueva repleta de tesoros. 


     Decidida a abandonarse a mis encantos se zambulló  por fin  sobre mi. Se lanzó como una loba que pretende devorar de un solo mordisco un mundo repleto de lujuria. Encelada como una gata rozó  cada centímetro de mi piel con la suya y me clavó las uñas de sus manos, mientras un ronroneo constante de placer se le escapaba por la boca. Como una yegua brava se revolcó una y otra vez contra mi pecho buscando la mejor de las posturas. Amamantó mis deseos cuando sentí sus pezones duros a punto de estallar en mi boca, y sació mi sed cuando por fin la penetré una y otra vez con mi pene furioso, con mis dedos hambrientos..., con mi alma entregada.


   Los roces duraron toda la noche. La amordace con mis besos. La até con mis mimos. La azoté con mis caricias. Al final, vencida por el agotamiento se quedó dormida como un pájaro en su nido, como una flor en la solapa, hermosa, frágil, boca abajo, con la cara de lado y los brazos abiertos en cruz. Parecía un ángel, un ángel durmiente de sonrisa traviesa crucificado  en mi pecho, rendido a mí, que entregado ahora al mundo de los sueños, esperaba resucitar con la luz de la mañana a un nuevo día de trabajo. 





LA COMETA


Erase una vez una cometa muy hermosa. Siempre había soñado con volar muy alto y ser feliz. Un buen día alguien pasó por delante del escaparate donde ella se mostraba y al verla le gustó tanto que  la compró. A partir de ese momento  el  dueño  de la cometa empezó a sacarla  cada día para enseñarla a volar.  La llevaba a una gigantesca urna de cristal semiesférica, donde iban también todos sus amigos. Y allí, sujetándola con fuerza por la cuerda podía  volarla  y dominarla sin temor a perderla o a que se le escapara lejos. Después, cuando llegaba a casa la metía en un armario con cuidado, cerraba la puerta con llave, y así hasta el día siguiente que volvía a llevarla al mismo lugar. De esta forma,  pasaron varios años y la cometa que se creía  feliz rodeada de otras cometas amigas que volaban con ella,   empezó a cambiar y a olvidar aquel  deseo de volar muy alto, de rozar las estrellas, y de ser la cometa que siempre había querido ser.  

Un buen día, mientras jugaba  vigilada por su Dueño, la cometa vio como un pájaro se posó sobre la  urna de cristal. Se sorprendió porque nunca había visto uno, aunque en su juventud había pensado mucho en ellos. Quiso tocarlo pero no puedo porque estaba al otro lado. Y casi sin percatarse, su corazón se lleno de tristeza al darse cuenta que no podría cumplir el sueño de volar a su lado. 

Pasaron los días y  la cometa  siguió volando como su dueño quería, era como él le había enseñado y con eso le bastaba. Pero su alma se fue apagando poco a poco y sus colores empezaron a desaparecer. Dejo de ser la cometa alegre que había sido en sus comienzos y se puso enferma.  


Una tarde cuando ya no tenía casi  fuerzas y no podía levantarse del suelo, alguien dejó la puerta de la gran urna abierta,  y un remolino  de aire se coló llevándose a la cometa que esperaba cansada al lado de la puerta. Se la llevó muy lejos de aquel lugar y la perdió en la nada. Allí estuvo sola muchas lunas, sin poder moverse por la pena, hasta que un hombre que pasaba por allí la encontró. Al verla tan demacrada sintió lástima. La cogió con mucho cuidado y la llevó a su casa para curarla. Reconstruyó su cuerpo y cosió las heridas de su tela de seda. Revisó la cuerda  y se sorprendió mucho de que fuera tan corta. La desató de su cuerpo y  la sustituyó por otra mucho mas larga. Después fue a una tienda y compró los lazos más bonitos que encontró para adornar su cola. Lo hizo todo con mucho mimo, como puede hacerlo un orfebre que tiene entre sus manos la joya mas preciada. Cuando terminó sonrió satisfecho y no la metió en el armario, la dejó encima de una silla,  para poder mirarla  desde la cama cada día,  hasta que se quedó dormido.

Al día siguiente el hombre cogió la cometa en sus manos, y anduvo muchos  kilómetros hasta encontrar el lugar perfecto para volarla. Una pradera inmensa en lo alto de una loma, con la hierba muy crecida y verde para amortiguar las caídas. Intentó lanzarla al viento, pero la cometa cansada no fue capaz  de alzar el vuelo. Se sentó entonces a su lado y la miró con cariño, esperando un buen rato para que descansara. Después se levantó, la cogió con fuerza entre sus manos, la alzó y comenzó a correr y a correr hasta que por fin la hizo despegar con su esfuerzo.  La cometa empezó a elevarse cada vez más y más, mientras la mano firme de su nuevo dueño sujetaba su hilo para que no se perdiera.  Al principio le costó subir,  y hasta tuvo un poco de vértigo, acostumbrada a volar tan bajo durante años dentro de aquella urna de cristal. Pero después, cuanta más cuerda le daba su dueño, más feliz se iba sintiendo y  más cerca del cielo que  tanto había deseado. La cometa  fue recuperando el color que había perdido tiempo atrás con el calor del sol, ahora más cercano porque volaba más alto. Por primera vez se sintió verdaderamente libre en manos de un dueño. Libre, entregada a sus deseos. Bastaba que la mano de éste diera pequeños tirones casi imperceptibles, aquí y allá, para que ella ayudada por las corrientes de aire hiciera cabriolas, y diera vueltas y revueltas.  Pudo liberar por fin todas esas emociones que llevaba dentro, sin dejar de ser ella misma

Desde ese día la cometa  vuela acompañada de los pájaros y muy cerca de las estrellas, mientras su dueño siempre a su lado, pendiente y vigilante,  no deja de sonreír un instante mientras la admira allí arriba, satisfecho y orgulloso  por su vuelo.


Aquel día amaneció triste y húmedo. La niebla ahogaba el verde del paisaje y la sonrisa plácida del sol. A mi corazón recién levantado se unió sin permiso una melodía que se coló por la ventana, llorando a coro con la lluvia que  tímidamente empezaba a caer del cielo. Poco a poco, sin darme cuenta, se me fue inundando el corazón de una melancolía extrema. Fui al cuarto de baño y  mientras me afeitaba dejé de ver mi cara,  y vi la suya reflejada en el espejo. Dibujé su nombre lentamente sobre la superficie empañada, como lo haría un sonámbulo ensimismado en un sueño perdido. Y de repente, me vi transportado a un mundo donde pude acallar mi hambre de ella:


 Sentado en el asiento de su coche, dibujaba ahora con mi dedo un  corazón húmedo sobre el  cristal empañado por el calor de nuestros cuerpos. Carolina conducía atenta y serena. Su rostro desprendía una luz  que iluminaba todo aquello que nos rodeaba. Yo me quedé mirándola fijamente durante varios minutos, sin pestañear y en silencio , como aquél que contempla fascinado el mayor de los milagros, como un barco atento al faro que le guía. Y una caravana de sensaciones empezó a recorrerme lentamente hasta formar un gran atasco en mi pecho. No sabría definirlas, sólo sé que se frenó en seco el tiempo. Atrapé ese instante infinito que era solo mío y lo estiré inconscientemente como una goma, saboreando lentamente sus segundos. Podría caber una vida entera en él. Me vi bailando con Carolina en una habitación iluminada con  velas, bajo la lluvia del invierno empapados de deseos, sobre la arena de la playa compartiendo el sudor de nuestros cuerpos,... Tuve tiempo de contar a su lado una a una las estrellas del cielo. De amarla lentamente una y mil veces hasta llegar a fundirme por completo con su alma, y descubrir los secretos más ocultos de su cuerpo ... Sentí sus lagrimas en mi pecho y su risa en mis oídos... Viví a su lado los celos, la añoranza, la entrega total, la confianza sin limites, la pasión, la sorpresa, la lujuria, el amor más sereno..., todo en un instante...


 -Piiii, piiiiiii- una ráfaga de pitidos disparada desde un coche que venia de frente  a nosotros se coló de repente en mi cabeza. Fusiló sin avisar mi sueño y me devolvió de golpe al mundo real. Volví a ver mi cara en el espejo y me di cuenta que era el  timbre de mi casa lo que estaba sonando. Con paso lento y decepcionado, con la sensación amarga propia de aquél que ha tenido un tesoro que ha dejado escapar entre sus dedos, salí del cuarto de baño y me acerqué a la puerta dispuesto a abrir.

 

-Quién es? - pregunté desilusionado.

 

-Carolina - contestó una voz dulce al otro lado de la puerta.




Se pasó toda la vida buscando la perfección. La buscó en la gente que le rodeaba. En la naturaleza y en los confines del conocimiento. Creyó encontrarla más de una vez pero  siempre fue efímera, un espejismo.


Con 20 años se hizo fotógrafo de estudio y persiguió  en cada fotografía que hacia la belleza absoluta, pero detrás de cada modelo que retrataba aparecía otra que superaba a la anterior,  haciéndola parecer de lo más imperfecta. 


Mas tarde, con 35 años, se dedicó a viajar por el mundo buscando  islas paradisíacas, montañas y mares increíblemente azules, pero pasado un tiempo    siempre acababa entrando  en escena un terremoto, un maremoto o cualquier otro tipo de catástrofe natural que barría por lo sano  el equilibrio que creía haber encontrado en aquellos lugares. 


A los 40 años se casó.  Y fue  en la familia y en los hijos donde creyó encontrar la tan ansiada perfección, pero ella se fue con otro y sus hijos se transformaron en seres egoístas y mezquinos cuando crecieron. 


Cuando llegó a los 54  años se  rodeó de sabios, filósofos y poetas, para que le ayudaran a encontrarla a través de sus ojos, y llegó a la conclusión que no podían  enseñarle nada quienes  se pasaban las horas alabando con odas, o definiendo y  teorizando con ensayos el significado de la perfección,  porque mientras lo hacían no podían  buscarla.


 Mas tarde, ya con 70  años,  pensó  que solo Dios podría mostrarle  ese camino. Se  entregó de forma profunda siguiendo los mandamientos de la religión, lo hizo de forma obsesionada y metódica, y encontró en la fe la respuesta que buscaba, hasta que un buen día cayó en la cuenta  de que toda aquella doctrina pretenciosamente verdadera era excluyente, y por tanto imperfecta. 


No dejó de buscar la perfección un solo día  de su vida. Ya con  82 años, en el ocaso de su vida, se miro un día al espejo y contempló su rostro arrugado,  y entonces su alma se sintió satisfecha.  Se había pasado la vida buscando la perfección,  y por fin la había encontrado.



Mirarte. Mirar tus ojos. Mirar tu cuerpo. Mirarte por dentro. Por fuera. De norte a sur. De este a Oeste. Ahora. Después. Siempre. En silencio. A gritos. Con lágrimas. Con ternura. Con dolor. Con alegría. Con lujuria.


Pestañear. Y volver a mirarte.  En la obscuridad. A la luz de una vela. Bajo los rayos del sol.  A la sombra de  un castaño. A  la orilla del mar. En la cima de la montaña más alta. En tu dormitorio. Aquí y allá. 

 

Respirar profundamente sin dejar de mirarte. Arrodillada. Tumbada. Entregada. Acurrucada. Sentada. Erguida. Acompañada. Sola. A mi lado. A mis pies. Entre mis brazos. 


Mirarte más. Vestida. Desnuda. Recién levantada. A punto de acostarte. Peinada y despeinada.  Empapada de sudor. Helada de frío. Cuando duermes.  Despierta. Enferma. Sana. Cansada y descansada. 


Pestañear de nuevo y mirarte otra vez fijamente. Mientras comes. Cuando te  vistes o desvistes. Cuando te bañas. Cuando mimas a los enfermos. Cuando te enfadas y aprietas los labios. Cuando me lees un libro.


Seguir mirándote para no perder nada de ti. Si dibujas. Si escribes tus cuentos.  Si te apasionas. Si juegas con tus gatos o los regañas. Si te maquillas o desmaquillas. Si te ríes o  lloras. 


Y continuar mirándote,  y no dejar de hacerlo nunca. Para protegerte de todo. Para cuidar de ti. Para serenarte. Para descubrirte por dentro. Para cogerte en brazos si te cansas. Para guiarte cuando te pierdas. Para hallarte si te alejas.


Mirarte. Mirarte siempre. Cuando  estás o no estás. Mirarte sin parar. Mirarte sin descanso.



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