LA COMETA
Erase una vez una cometa muy hermosa. Siempre había soñado con volar muy alto y ser feliz. Un buen día alguien pasó por delante del escaparate donde ella se mostraba y al verla le gustó tanto que la compró. A partir de ese momento el dueño de la cometa empezó a sacarla cada día para enseñarla a volar. La llevaba a una gigantesca urna de cristal semiesférica, donde iban también todos sus amigos. Y allí, sujetándola con fuerza por la cuerda podía volarla y dominarla sin temor a perderla o a que se le escapara lejos. Después, cuando llegaba a casa la metía en un armario con cuidado, cerraba la puerta con llave, y así hasta el día siguiente que volvía a llevarla al mismo lugar. De esta forma, pasaron varios años y la cometa que se creía feliz rodeada de otras cometas amigas que volaban con ella, empezó a cambiar y a olvidar aquel deseo de volar muy alto, de rozar las estrellas, y de ser la cometa que siempre había querido ser.
Un buen día, mientras jugaba vigilada por su Dueño, la cometa vio como un pájaro se posó sobre la urna de cristal. Se sorprendió porque nunca había visto uno, aunque en su juventud había pensado mucho en ellos. Quiso tocarlo pero no puedo porque estaba al otro lado. Y casi sin percatarse, su corazón se lleno de tristeza al darse cuenta que no podría cumplir el sueño de volar a su lado.
Pasaron los días y la cometa siguió volando como su dueño quería, era como él le había enseñado y con eso le bastaba. Pero su alma se fue apagando poco a poco y sus colores empezaron a desaparecer. Dejo de ser la cometa alegre que había sido en sus comienzos y se puso enferma.
Una tarde cuando ya no tenía casi fuerzas y no podía levantarse del suelo, alguien dejó la puerta de la gran urna abierta, y un remolino de aire se coló llevándose a la cometa que esperaba cansada al lado de la puerta. Se la llevó muy lejos de aquel lugar y la perdió en la nada. Allí estuvo sola muchas lunas, sin poder moverse por la pena, hasta que un hombre que pasaba por allí la encontró. Al verla tan demacrada sintió lástima. La cogió con mucho cuidado y la llevó a su casa para curarla. Reconstruyó su cuerpo y cosió las heridas de su tela de seda. Revisó la cuerda y se sorprendió mucho de que fuera tan corta. La desató de su cuerpo y la sustituyó por otra mucho mas larga. Después fue a una tienda y compró los lazos más bonitos que encontró para adornar su cola. Lo hizo todo con mucho mimo, como puede hacerlo un orfebre que tiene entre sus manos la joya mas preciada. Cuando terminó sonrió satisfecho y no la metió en el armario, la dejó encima de una silla, para poder mirarla desde la cama cada día, hasta que se quedó dormido.
Al día siguiente el hombre cogió la cometa en sus manos, y anduvo muchos kilómetros hasta encontrar el lugar perfecto para volarla. Una pradera inmensa en lo alto de una loma, con la hierba muy crecida y verde para amortiguar las caídas. Intentó lanzarla al viento, pero la cometa cansada no fue capaz de alzar el vuelo. Se sentó entonces a su lado y la miró con cariño, esperando un buen rato para que descansara. Después se levantó, la cogió con fuerza entre sus manos, la alzó y comenzó a correr y a correr hasta que por fin la hizo despegar con su esfuerzo. La cometa empezó a elevarse cada vez más y más, mientras la mano firme de su nuevo dueño sujetaba su hilo para que no se perdiera. Al principio le costó subir, y hasta tuvo un poco de vértigo, acostumbrada a volar tan bajo durante años dentro de aquella urna de cristal. Pero después, cuanta más cuerda le daba su dueño, más feliz se iba sintiendo y más cerca del cielo que tanto había deseado. La cometa fue recuperando el color que había perdido tiempo atrás con el calor del sol, ahora más cercano porque volaba más alto. Por primera vez se sintió verdaderamente libre en manos de un dueño. Libre, entregada a sus deseos. Bastaba que la mano de éste diera pequeños tirones casi imperceptibles, aquí y allá, para que ella ayudada por las corrientes de aire hiciera cabriolas, y diera vueltas y revueltas. Pudo liberar por fin todas esas emociones que llevaba dentro, sin dejar de ser ella misma
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Desde ese día la cometa vuela acompañada de los pájaros y muy cerca de las estrellas, mientras su dueño siempre a su lado, pendiente y vigilante, no deja de sonreír un instante mientras la admira allí arriba, satisfecho y orgulloso por su vuelo.
Aquel día amaneció triste y húmedo. La niebla ahogaba el verde del paisaje y la sonrisa plácida del sol. A mi corazón recién levantado se unió sin permiso una melodía que se coló por la ventana, llorando a coro con la lluvia que tímidamente empezaba a caer del cielo. Poco a poco, sin darme cuenta, se me fue inundando el corazón de una melancolía extrema. Fui al cuarto de baño y mientras me afeitaba dejé de ver mi cara, y vi la suya reflejada en el espejo. Dibujé su nombre lentamente sobre la superficie empañada, como lo haría un sonámbulo ensimismado en un sueño perdido. Y de repente, me vi transportado a un mundo donde pude acallar mi hambre de ella:
Sentado en el asiento de su coche, dibujaba ahora con mi dedo un corazón húmedo sobre el cristal empañado por el calor de nuestros cuerpos. Carolina conducía atenta y serena. Su rostro desprendía una luz que iluminaba todo aquello que nos rodeaba. Yo me quedé mirándola fijamente durante varios minutos, sin pestañear y en silencio , como aquél que contempla fascinado el mayor de los milagros, como un barco atento al faro que le guía. Y una caravana de sensaciones empezó a recorrerme lentamente hasta formar un gran atasco en mi pecho. No sabría definirlas, sólo sé que se frenó en seco el tiempo. Atrapé ese instante infinito que era solo mío y lo estiré inconscientemente como una goma, saboreando lentamente sus segundos. Podría caber una vida entera en él. Me vi bailando con Carolina en una habitación iluminada con velas, bajo la lluvia del invierno empapados de deseos, sobre la arena de la playa compartiendo el sudor de nuestros cuerpos,... Tuve tiempo de contar a su lado una a una las estrellas del cielo. De amarla lentamente una y mil veces hasta llegar a fundirme por completo con su alma, y descubrir los secretos más ocultos de su cuerpo ... Sentí sus lagrimas en mi pecho y su risa en mis oídos... Viví a su lado los celos, la añoranza, la entrega total, la confianza sin limites, la pasión, la sorpresa, la lujuria, el amor más sereno..., todo en un instante...
-Piiii, piiiiiii- una ráfaga de pitidos disparada desde un coche que venia de frente a nosotros se coló de repente en mi cabeza. Fusiló sin avisar mi sueño y me devolvió de golpe al mundo real. Volví a ver mi cara en el espejo y me di cuenta que era el timbre de mi casa lo que estaba sonando. Con paso lento y decepcionado, con la sensación amarga propia de aquél que ha tenido un tesoro que ha dejado escapar entre sus dedos, salí del cuarto de baño y me acerqué a la puerta dispuesto a abrir.
-Quién es? - pregunté desilusionado.
-Carolina - contestó una voz dulce al otro lado de la puerta.
Se pasó toda la vida buscando la perfección. La buscó en la gente que le rodeaba. En la naturaleza y en los confines del conocimiento. Creyó encontrarla más de una vez pero siempre fue efímera, un espejismo.
Con 20 años se hizo fotógrafo de estudio y persiguió en cada fotografía que hacia la belleza absoluta, pero detrás de cada modelo que retrataba aparecía otra que superaba a la anterior, haciéndola parecer de lo más imperfecta.
Mas tarde, con 35 años, se dedicó a viajar por el mundo buscando islas paradisíacas, montañas y mares increíblemente azules, pero pasado un tiempo siempre acababa entrando en escena un terremoto, un maremoto o cualquier otro tipo de catástrofe natural que barría por lo sano el equilibrio que creía haber encontrado en aquellos lugares.
A los 40 años se casó. Y fue en la familia y en los hijos donde creyó encontrar la tan ansiada perfección, pero ella se fue con otro y sus hijos se transformaron en seres egoístas y mezquinos cuando crecieron.
Cuando llegó a los 54 años se rodeó de sabios, filósofos y poetas, para que le ayudaran a encontrarla a través de sus ojos, y llegó a la conclusión que no podían enseñarle nada quienes se pasaban las horas alabando con odas, o definiendo y teorizando con ensayos el significado de la perfección, porque mientras lo hacían no podían buscarla.
Mas tarde, ya con 70 años, pensó que solo Dios podría mostrarle ese camino. Se entregó de forma profunda siguiendo los mandamientos de la religión, lo hizo de forma obsesionada y metódica, y encontró en la fe la respuesta que buscaba, hasta que un buen día cayó en la cuenta de que toda aquella doctrina pretenciosamente verdadera era excluyente, y por tanto imperfecta.
No dejó de buscar la perfección un solo día de su vida. Ya con 82 años, en el ocaso de su vida, se miro un día al espejo y contempló su rostro arrugado, y entonces su alma se sintió satisfecha. Se había pasado la vida buscando la perfección, y por fin la había encontrado.
Mirarte. Mirar tus ojos. Mirar tu cuerpo. Mirarte por dentro. Por fuera. De norte a sur. De este a Oeste. Ahora. Después. Siempre. En silencio. A gritos. Con lágrimas. Con ternura. Con dolor. Con alegría. Con lujuria.
Pestañear. Y volver a mirarte. En la obscuridad. A la luz de una vela. Bajo los rayos del sol. A la sombra de un castaño. A la orilla del mar. En la cima de la montaña más alta. En tu dormitorio. Aquí y allá.
Respirar profundamente sin dejar de mirarte. Arrodillada. Tumbada. Entregada. Acurrucada. Sentada. Erguida. Acompañada. Sola. A mi lado. A mis pies. Entre mis brazos.
Mirarte más. Vestida. Desnuda. Recién levantada. A punto de acostarte. Peinada y despeinada. Empapada de sudor. Helada de frío. Cuando duermes. Despierta. Enferma. Sana. Cansada y descansada.
Pestañear de nuevo y mirarte otra vez fijamente. Mientras comes. Cuando te vistes o desvistes. Cuando te bañas. Cuando mimas a los enfermos. Cuando te enfadas y aprietas los labios. Cuando me lees un libro.
Seguir mirándote para no perder nada de ti. Si dibujas. Si escribes tus cuentos. Si te apasionas. Si juegas con tus gatos o los regañas. Si te maquillas o desmaquillas. Si te ríes o lloras.
Y continuar mirándote, y no dejar de hacerlo nunca. Para protegerte de todo. Para cuidar de ti. Para serenarte. Para descubrirte por dentro. Para cogerte en brazos si te cansas. Para guiarte cuando te pierdas. Para hallarte si te alejas.
Mirarte. Mirarte siempre. Cuando estás o no estás. Mirarte sin parar. Mirarte sin descanso.