Se pasó toda la vida buscando la perfección. La buscó en la gente que le rodeaba. En la naturaleza y en los confines del conocimiento. Creyó encontrarla más de una vez pero siempre fue efímera, un espejismo.
Con 20 años se hizo fotógrafo de estudio y persiguió en cada fotografía que hacia la belleza absoluta, pero detrás de cada modelo que retrataba aparecía otra que superaba a la anterior, haciéndola parecer de lo más imperfecta.
Mas tarde, con 35 años, se dedicó a viajar por el mundo buscando islas paradisíacas, montañas y mares increíblemente azules, pero pasado un tiempo siempre acababa entrando en escena un terremoto, un maremoto o cualquier otro tipo de catástrofe natural que barría por lo sano el equilibrio que creía haber encontrado en aquellos lugares.
A los 40 años se casó. Y fue en la familia y en los hijos donde creyó encontrar la tan ansiada perfección, pero ella se fue con otro y sus hijos se transformaron en seres egoístas y mezquinos cuando crecieron.
Cuando llegó a los 54 años se rodeó de sabios, filósofos y poetas, para que le ayudaran a encontrarla a través de sus ojos, y llegó a la conclusión que no podían enseñarle nada quienes se pasaban las horas alabando con odas, o definiendo y teorizando con ensayos el significado de la perfección, porque mientras lo hacían no podían buscarla.
Mas tarde, ya con 70 años, pensó que solo Dios podría mostrarle ese camino. Se entregó de forma profunda siguiendo los mandamientos de la religión, lo hizo de forma obsesionada y metódica, y encontró en la fe la respuesta que buscaba, hasta que un buen día cayó en la cuenta de que toda aquella doctrina pretenciosamente verdadera era excluyente, y por tanto imperfecta.
No dejó de buscar la perfección un solo día de su vida. Ya con 82 años, en el ocaso de su vida, se miro un día al espejo y contempló su rostro arrugado, y entonces su alma se sintió satisfecha. Se había pasado la vida buscando la perfección, y por fin la había encontrado.
El Muro