Él empezó a desnudarme, con mimo, besando cada milímetro de piel que descubría la ropa. Sus manos me acariciaron el cuello y la curva del hombro, haciéndome temblar de puro placer casi sin haberme tocado aun.
Se separó un poco y cogió algo que no pude distinguir, debido a la poca iluminación de la estancia, no lo supe hasta que deslizó el antifaz hasta mis ojos y quedé en la más absoluta oscuridad. Me levantó un brazo sujetándome la muñeca firmemente, sin emplear fuerza, Él sabía que no la movería. Sus labios procedieron a acariciar la delicada piel del interior del brazo, haciendo que lo sintiera como aleteos de mariposa, excitándome y preparándome para lo que fuese que tenía pensado y, que yo, desconocía.
Repitió la operación con el otro brazo. Mi respiración se aceleró y se volvió más superficial cuando Sus manos deslizaron con delicadeza las tirantas del sujetador y posteriormente las dirigió a mi espalda para desabrocharlo y al final, quitarlo. La calidez de Su boca sustituyó el roce del encaje, Su lengua excitó, Sus dientes torturaron deliciosamente y Su cálido aliento me impulsó para volar como una cometa, siempre sujeta a la mano de su Dueño.
Sus manos me desnudaron por completo, me adoraron, me veneraron, me azotaron y me acariciaron con una dulzura infinita, haciéndome sentir especial, la joya más preciada para Él. Éramos Amo y sumisa, hombre y mujer, pianista y piano. Sus dedos mágicos sabían a la perfección que tecla presionar para que emitiera la nota deseada. Él marcaba el compás perfecto, me afinó con mimo, para que al final los dos, músico e instrumento tocásemos una melodía sublime, una sinfonía tórrida.
Un concierto privado, en el que Él, mi Amo y Señor, acarició mi alma a través de mi cuerpo.
Gracias a mi Señor Ades por tan bella sesión.
roxanne.
El Muro