En
diciembre de 1840, se autorizaba la creación (merced a una especialísima
dispensa del Obispo de Andalucía) del Cuerpo de Pajilleras del Hospicio de San
Juan de Dios, de Málaga.
Las
pajilleras de caridad (como se las empezó a denominar en toda la península)
eran mujeres que, sin importar su aspecto físico o edad, prestaban consuelo con
maniobras de masturbación a los numerosos soldados heridos en las batallas de
la reciente guerra carlista española.
La
autora de tan peculiar idea, había sido la Hermana Sor Ethel Sifuentes, una
religiosa de cuarenta y cinco años que cumplía funciones de enfermera en el ya
mencionado Hospicio.
Sor
Ethel había notado el mal talante, la ansiedad y la atmósfera saturada de
testosterona en el pabellón de heridos del hospital. Decidió entonces poner
manos a la obra y comenzó junto a algunas hermanas a "pajillear" a
los robustos y viriles soldados sin hacer distingos de grado. Desde entonces,
tanto a soldados como a oficiales, les tocaba su "pajilla" diaria.
Los resultados fueron inmediatos.
El
clima emocional cambió radicalmente en el pabellón y los temperamentales
hombres de armas volvieron a departir cortésmente entre sí, aún cuando en
muchos casos, hubiesen militado en bandos opuestos.
Al
núcleo fundacional de hermanitas pajilleras, se sumaron voluntarias seculares,
atraídas por el deseo de prestar tan abnegado servicio. A estas voluntarias, se
les impuso (a fin de resguardar el pudor y las buenas costumbres) el uso
estricto de un uniforme: una holgada hopalanda que ocultaba las formas
femeniles y un velo de lino que embozaba el rostro.
El
éxito rotundo, se tradujo en la proliferación de diversos cuerpos de pajilleras
por todo el territorio nacional, agrupadas bajo distintas asociaciones y
modalidades. Surgieron de esta suerte, el Cuerpo de Palilleras de La Reina, Las
Pajilleras del Socorro de Huelva, Las Esclavas de la Pajilla del Corazón de
María y ya entrado el siglo XX, las Pajilleras de la Pasionaria que tanto
auxilio habrían de brindarle a las tropas de la República.
En
América latina, rara vez ajena a las modas metropolitanas, las pajilleras
tuvieron también sus momentos de gloria.
Durante
la guerra civil mexicana, grandísimos auxilios brindaron a las tropas de todos
los bandos, las Hermanas de la Consolación, organización laica (aunque cercana
a la Iglesia) que ofrecieron la fatiga de sus muñecas para calmar los viriles
ímpetus.
Estas
hermanitas recibieron pronto distintos y soeces apelativos, fruto del
inagotable ingenio popular, tales como las mami-chingonas o las ordeñamecos.
De
México la costumbre pasó a las Antillas, en donde tuvieron particular éxito las
sobagüevos dominicanas, todas ellas matronas sexagenarias que habían elegido
ocupar sus tardes en esta peculiar forma de servicio social.
El
último lugar en América donde hicieron fortuna estas abnegadas damas, fue el
Brasil.
Allí la
columna Prestes fue acompañada en su marcha por una troupe reducida pero
eficiente de damitas paulistas -llamadas beixapau- aunque solamente se valían
de ágiles movimientos de sus manos, conjuraban la melancolía de los soldados.
La
costumbre desapareció tras la segunda guerra y hasta la fecha se desconoce la
existencia de otras congregaciones.
Diversas
fuentes orales a orillas del Paraná comentan que en el villorrio conocido en el
siglo XIX como Pago de los Arroyos hubo un pequeño agrupamiento dedicado
durante algunas décadas a esa actividad.
Eran
conocidas como las 'Hijas de Nuestra Señora del Vergo Encarnado', en referencia
y dudoso homenaje póstumo a su anciana fundadora, fallecida con las manos en la
masa, junto a un soldado, en su día de descanso.
(Texto que circula por Internet
sin tener constancia de la autoría, publicado por El Periódico Digital)
El Muro