La descubrí un día del mes de febrero vagando sola por el bosque. La vi de lejos andando ligera y valiente entre las sombras de los árboles, que se movían a su alrededor empujados por un viento lleno de misterioso. Me mantuve en silencio tras unas zarzas para no perder detalle de ella. Al compás de sus pasos casi aéreos pude ver su cuerpo repleto de curvas infinitas y tres gatos revoltosos siguiéndola. Uno negro, otro gris y por último otro de color blanco que en ocasiones se quedaba inmóvil como una porcelana, vigilándola en la distancia. De vez en cuando se acercaban a ella y saltaban a sus brazos celosos de sus mimos, y como por arte de magia desaparecían fundiéndose con su cuerpo. Cuando tomó una curva cerrada del camino la contemplé desde más cerca a través de la oquedad de un árbol, y vi por primera vez su piel de luna y una mirada perdida diseñada seguramente por un dios melancólico. La seguí largo tiempo en la distancia hasta que se detuvo en un claro del bosque. Un círculo casi perfecto de diez metros de diámetro en mitad de la nada, que seguramente ella conocía de antemano. Escondido en la oscuridad del hayedo pude ver como se agachaba y recogía margaritas blancas del suelo. Hizo con ellas una pequeña guirnalda de flores y se coronó la cabeza. A continuación se arrodilló dejando caer sus nalgas desnudas sobre los talones, y en esa posición se quedó inmóvil con la espalda bien recta, las manos abiertas sobre sus piernas y la cabeza inclinada hacia su pecho. En ese momento las nubes que cubrían el cielo dieron paso al sol, y sus rayos envolvieron su cuerpo bañándolo con una luz tan intensa que cegó por completo mis ojos durante unos segundos. Cuando las nubes volvieron a tapar el sol y por fin pude mirar, descubrí con sorpresa que había desaparecido. Salí de mi escondite echándola de menos, me acerqué al centro del claro, y solo pude percibir de ella un leve olor a vainilla que perfumaba el aire que me rodeaba.
Al día siguiente volví al bosque. Esperé en el mismo lugar donde la había visto por primera vez. Quería raptar su alma y encadenar su cuerpo al mío aunque no sabía aún como lo haría. Entonces apareció de nuevo acompañada por sus gatos que iban dando brincos a su alrededor, intentando dar caza a las mariposas que levantaban el vuelo a su paso. Desnuda de ropa como la había visto el día anterior, se acercó de nuevo al claro del bosque, y allí siguiendo un ritual mágico se tumbo en la hierba boca arriba. Abrió sus piernas y brazos, y dejó que los rayos de luz la poseyeran. Yo la observaba fascinado a escasos metros de distancia. Pude contar cada uno de sus lunares, y pude ver su humedad brillando al sol asomada a las puertas de su vagina. Así se quedó por lo menos media hora, inmóvil, profundamente dormida, mientras sus gatos hacían guardia en círculo, y yo no podía dejar de mirar un instante. Fue entonces cuando hoy ruidos a mi alrededor y asustado volví la vista a mi espalda. Y descubrí con sorpresa a su gato blanco mirándome fijamente, inmóvil como una estatua, como lo hacia con ella habitualmente, con unos ojos que nunca olvidaré, hipnóticos, profundos y muy extraños. No sé como llegué al claro, solo sé que cuando tome conciencia de la realidad que me rodeaba estaba sobre ella. La penetraba furioso, de forma salvaje, poseído por una fuerza que no era capaz de controlar, mientras ella permanencia quieta formando una cruz con sus brazos y piernas. Es como si yo hubiera sido elegido por un ser superior o por el mismo sol para tomarla y poseerla en su lugar. Finalmente caí rendido abrazado a su cuerpo, y me fundí con ella en un beso profundo y largo hasta acabar dormido. Cuando me levanté solo quedaba de su presencia ese aroma a vainilla que ahora perfumaba también mi piel. Mire a mi alrededor temeroso de haberla perdido y pude ver como desaparecía a lo lejos entre los arboles. Me levanté corriendo, vistiéndome como pude, y la seguí a distancia durante horas sin darme cuenta que la noche se me había echado casi encima. Apenas ya una sombra a lo lejos, me condujo hasta un lugar donde los árboles eran gruesos y muy extraños. Parecían casi humanos, y sus formas me recordaban anatomías de hombres y mujeres revueltas y anudadas. La seguí por un sendero estrecho hasta llegar finalmente a un castaño majestuoso que asomaba en solitario. Pude observar su copa dibujada sobre un cielo adornado por una luna llena de gran tamaño, que me permitió verla ya con más claridad. Daba la sensación de que su cuerpo desnudo era casi etéreo y transparente. Se dirigió hacia el árbol despacio, como si para ella no existiera la gravedad, y cuando lo tuvo al lado se abrazo a él con fuerza. Así permaneció un largo rato, contrastando su piel de luna con el color oscuro del tronco, hasta que finalmente se fue fundiendo gradualmente con él, desapareciendo por completo.
Después de aquella noche ya no volví a verla nunca más. La busqué repetidamente en el claro del bosque y en el árbol donde la vi desaparecer aquel día. Intenté encontrar sin resultados algún pasadizo secreto en su tronco que me llevara a ella, pero nunca hallé nada. Han pasado más de cincuenta años desde entonces y mi piel llena de arrugas se asemeja a la corteza del castaño que tantas veces he visitado. He creído verla en sus raíces retorcidas muchas veces y en las formas de su tronco, y a veces cuando paso la tarde al pie del árbol la imagino columpiándose sobre sus ramas, rodeada de sus gatos juguetones. Dice una leyenda que cuando el viento bate las ramas de los arboles, los sonidos que surgen son palabras de un lenguaje mágico y ancestral que no entendemos. El árbol absorbe las emociones de todo aquel que lo haya abrazado alguna vez a lo largo de su vida, las metaboliza y las transmite a su manera. Por eso sé que ella me habla al oído cada vez que me acerco al castaño, y en el murmullo de sus hojas sigo oyendo sus gemidos de aquel día. Cuando miro el árbol me doy cuenta de su naturaleza casi humana, y la siento cerca. Cuando recuesto mi cabeza en sus grandes raíces curvas sé que lo hago sobre sus caderas. Si acaricio sus nudos noto sus pechos bajo mis manos. Y si lo abrazo aunque haga frío, siento que está caliente como una amante desnuda. Sus ramas me llaman, me suplican y me abrazan. Y si hay viento danzan para mí, como lo habría hecho ella si hoy estuviera conmigo.
El Muro