Abrí el cajón de la mesa de la cocina y cogí de su interior el cuchillo más grande que pude encontrar. Afilé su hoja con el recuerdo de su corazón de piedra. En ese momento de mis ojos brotaron mil lágrimas, una por cada una de las palizas recibidas en mi cuerpo, una por cada una de las cicatrices que guardaba mi alma. Me acerqué a nuestra habitación envuelta en la oscuridad, y besé por última vez su frente mientras dormía. Fue un adiós necesario y sin remordimientos. Después, como una loba clavé con todas mis fuerzas mi furia en su pecho. Entró de golpe y por sorpresa, cortando por lo sano los malos tratos, sajando de un plumazo el cordón umbilical que me unía a él. Fue como introducir salvajemente la llave correcta en la celda que me esclavizaba y abrir por fin su puerta, como clavar la bandera de la libertad en el patio de una cárcel. Su carne roja se abrió y al hacerlo crucé el umbral de la herida para poder vivir por fin una nueva vida. La sangre brotó abundantemente tiñendo las sábanas blancas. Yo la contemplaba fascinada como aquélla que contempla un milagro deseado, y me sentí como un Moisés que hace manar la esperanza de una roca. Nunca imaginé que alguien tan cruel y frío tuviera la sangre tan caliente y que su olor fuera tan dulce y agradable. Introduje los dedos de mis manos en el charco espeso que le rodeaba y tímidamente me los lleve a la boca. Los chupé, primero con un poco de repugnancia, más tarde, presa de un apetito nacido del odio, relamí sus pliegues con la mayor de las lujurias. El dulce sabor de su sangre me indujo el mayor orgasmo mental que jamas había tenido hasta entonces. Recogí cada gota formando un cáliz sagrado con las palmas de mis manos y me la bebí a sorbos lentos. Fue como devorar su cuerpo muy despacio, miembro a miembro, para hacerme con su fuerza y su poder. Me sentí renacer, plena, satisfecha, tan poderosa como una mantis religiosa. Ya no era víctima sino verdugo. En un instante me había convertido en dueña y señora de mi vida. Había sido una crisálida durante años, incapaz de reaccionar, encerrada en un calabozo que él había tejido a mí alrededor con sus desprecios y golpes, pero ahora era libre, libre como una mariposa.
A partir de aquel día, grabado en mi memoria como el primero de una nueva existencia, fui otra mujer. Ahora ya no pertenezco a nadie, nadie me manda. Yo dispongo, domino y utilizó a los hombres a mi antojo. Los uso para satisfacer mis instintos, los devoro y abandono después de conquistarlos. Los consumo a medias y los tiro a la basura. Me hago con ellos en lotes de diez y los encelo. Los hago sufrir, los martirizo, los esclavizo. Como una serpiente pitón enredo sus cuerpos con mis caricias,los engullo, y más tarde saciados mis deseos regurgito sus huesos. Su dolor es mi placer.
No sé que os parecerá, pero así soy… porque así me hicieron.
Alejandra
El Muro