Amaneció sola, muy sola, totalmente desnuda tirada sobre un suelo de piedra encharcado de agua, tiritando de frío, después de haber soportado cubos de agua helada durante toda la noche. El rímel que había recorrido su cara a causa de las lágrimas derramadas a lo largo de las horas, le daba un aspecto de ultratumba, casi inhumano. Sus cabellos mojados y revueltos se enredaban en su cuello enrojecido y algunos parecían querer estrangularlo, aún más de lo que ya lo había sido. Con su cuerpo dolorido, marcado por el desprecio de los látigos y las humillaciones recibidas durante toda la noche, pensó en las razones que le habían llevado a aquel lugar la noche anterior. Siempre buscaba el dominante más cruel para entregarse de forma extrema, el más depravado, el más insensible, aquel que pudiera maltratar sus carnes y su mente con el mayor de los desprecios. Necesitaba dosis fuertes de humillación, castigos físicos que redimieran todas sus faltas. Pero después de cada sesión siempre acababa arrepintiéndose. Siempre. Ni una sola vez su alma quedó satisfecha.
Cuando volvió a tomar conciencia de la realidad que le rodeaba, pudo observar a sus pies el precioso vestido rojo, que había comprado la semana pasada para gustarle, hecho ahora jirones. Buscó su braguita para cubrirse y solo encontró un trozo que había sido utilizado para amordazarla. Las colillas del suelo que tenía a su alrededor le recordaron de golpe aquellas quemaduras profundas que tenia en las palmas de sus manos y que tanto le escocían. Sacrificio. Redención. Expiación de sus pecados. Y dolor, mucho dolor. Su lengua seca aún conservaba el recuerdo de la ceniza que había sido depositada sobre ella. En el extremo de la estancia, los zapatos que habían forzado su vagina y su ano le esperaban revueltos, luciendo unos tacones de ante negro de 14 cm, sucios y blanquecinos, y a su lado pudo ver el pañuelo de seda que había cubierto sus ojos durante toda la velada aún mojado. Intentó ponerse en pie, pero tuvo que apoyarse en la pared salpicada de orina para poder incorporarse. Anduvo tambaleándose unos pasos hasta que por fin alcanzó sus zapatos y los puso como pudo, pero perdió el equilibrio y cayó al suelo de bruces. Como una perra perdida se arrastró a cuatro patas hasta que pudo alcanzar por fin el baño. Con gran esfuerzo se apoyó sobre el lavabo y se puso en pie con la intención de lavarse la cara. Cuando observó en el espejo las marcas que el látigo de cuero había dejado en su espalda, su pensamiento voló a toda velocidad hasta la niña temerosa que sus padres castigaban a menudo con un cinturón, porque era según ellos una mala persona. "Soy mala", me decía cada vez que me llamaba por teléfono llorando después de una sesión. "Mis padres no me quieren, no me llaman nunca, porque no supe ser lo que ellos deseaban"." Soy mala", me volvía a repetir con esa voz pequeñita que ponía, como de niña, que la reducía a la nada y que salía del rincón mas oscuro de su corazón." Eleva esa voz, y háblame con la tuya", le repetía una y mil veces. "Tú no eres mala". "He vuelto a caer", me comentaba de nuevo, susurrándome al otro lado del teléfono a la vez que sollozaba.
Cuando lavó su cara y volvió a mirarse de nuevo en el espejo con el rostro ya limpio, pudo ver sus bellos ojos azules adornando un rostro precioso. Y en ellos volvió a intuir aquella niña pequeña, pero esta vez lloró, lloró sin parar durante horas como lo hace un niño desconsolado, que sabe que ha perdido a sus padres para siempre en una multitud.
El Muro