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    Tener fe en tu Dominante conlleva no tener miedo

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    Mi primer sometido es mi control, siempre está a mi servicio

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    Manejar el silencio es más difícil que manejar el látigo

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    Mi alma necesita tanto mimo como mi cuerpo castigo

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    Después de una sesión, la mano que te domina te debe acariciar

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    El precio de Dominar es la responsabilidad

Blog de niniVe

Al poseerse, los amantes dudan.

No saben ordenar sus deseos.

Se estrechan con violencia,

se hacen sufrir, se muerden

con los dientes los labios,

se martirizan con caricias y besos.

Y ello porque no es puro su placer,

porque secretos agijones los impulsan

a herir al ser amado, a destruir

la causa de su dolorosa pasión.

Y es que el amor espera siempre

que el mismo objeto que encendió la llama

que lo devora, sea capaz de sofocarla.

Pero no es así. No. Cuanto más poseemos,

más arde nuestro pecho y más se consume.

Los alimentos sólidos, las bebidas

que nos permiten seguir vivos,

ocupan sitios fijos en nuestro cuerpo

una vez ingeridos, y así es fácil

apagar el deseo de beber y comer.

Pero de un bello rostro, de una piel suave,

nada se deposita en nuestro cuerpo, nada

llega a entrar en nosotros salvo imágenes,

impalpables y vanos simulacros,

miserable esperanza que muy pronto se desvanece.

Semejantes al hombre que, en sueños,

quiere apagar su sed y no encuentra

agua para extinguirla, y persigue

simulacros de manantiales y se fatiga

en vano y permanece sediento y sufre

viendo que el río que parece estar

a su alcance huye y huye más lejos,

así son los amantes juguete en el amor

de los simulacros de Venus.

No basta la visión del cuerpo deseado

para satisfacerlos, ni siquiera la posesión,

pues nunca logran desprender ni un ápice

de esas graciosas formas sobre las que discurren,

vagabundas y erráticas, sus caricias.

Al fin, cuando, los miembros pegados,

saborean la flor de su placer,

piensan que su pasión será colmada,

y estrechan codiciosamente el cuerpo

de su amante, mezclando aliento y saliva,

con los dientes contra su boca, con los ojos

inundando sus ojos, y se abrazan

una y mil veces hasta hacerse daño.

Pero todo es inútil, vano esfuerzo,

porque no pueden robar nada de ese cuerpo

que abrazan, ni penetrarse y confundirse

enteramente cuerpo con cuerpo,

que es lo único que verdaderamente desean:

tanta pasión inútil ponen en adherirse

a los lazos de Venus, mientras sus miembros

parecen confundirse, rendidos por el placer.

Y después, cuando ya el deseo, condensado

en sus venas, ha desaparecido, su fuego

interrumpe su llama por un instante,

y luego vuelve un nuevo acceso de furor

y renace la hoguera con más vigor que antes.

Y es que ellos mismos saben que no saben

lo que desean y, al mismo tiempo, buscan

cómo saciar ese deseo que los consume,

sin que puedan hallar remedio

para su enfermedad mortal:

hasta tal punto ignoran dónde se oculta

la secreta herida que los corroe.


"La herida oculta" Lucrecio (s.98-55 a.C.)

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