EL BROCHE DE ALADINO
La
habitación número 217 de un famoso hotel de cuatro estrellas de la ciudad donde
vivo fue convertida, esporádicamente, durante un tiempo en mi mazmorra. Dicha
habitación lindaba al fondo del pasillo y cuyas ventanas daban a un extenso
patio manzana de esos que pensaba que los lamentos y quejidos de Helena, mi
sumisa, no eran trasladados por la indiscreción del viento. Sin embargo
nuestras visitas al hotel eran ya conocidas y con el tiempo nos hicimos
habituales hasta el punto que el personal interno sabía nuestros gustos reservados
en la siempre misma habitación testigo de nuestros encuentros.
Un
día avisaron al hotel que llegaría el jeque Al-Nayim de un emirato árabe para
hospedarse una noche. El revuelo que se originó en el hotel fue grandioso desde
el chef averiguando los manjares orientales más indicados; el jefe de las
habitaciones lupa en mano tras los detalles de la mejor suite y el director
ensayando las reverencias acordes pese a su barrigón y lumbago. Cuando llegó el
momento estaba ya todo preparado y dicho personaje llegó al hotel en su
limusina -de esas que no pasan discretas precisamente-, acompañado de todo un
séquito de personal tanto de seguridad como de sirvientes y cuatro mujeres
según la tradición árabe. Todas las habitaciones de una planta entera fueron destinadas
para la ocupación de sirvientes y odaliscas a excepción de la suite principal
para Al-Nayim. A todo el personal del hotel se le prohibió permanecer en la
quinta planta así como guardar las distancias en las zonas comunes junto a
ellos.
Cuando
el día llegó a su fin, la noche embrujó con su magia y después de las oraciones
en dirección a la Meca, el jeque tuvo ganas de otros apetitos esta vez más
terrenales. Entonces sonó el teléfono de recepción del hotel con la voz del
secretario del jeque ordenando buscar a una chica rubia y que además fuera
sumisa en el arte de la D/S. El hotel poseía un catálogo interno con fotos y
teléfonos de srtas de compañía de alto estanding, pero ninguna de ellas ponía
en su curriculum “sumisa”. Entonces al recepcionista del hotel se le ocurrió
llamarme y mi teléfono sonó casi de la madrugada, requiriéndome el favor de mi
sumisa por el compromiso del momento y, quizás, una cuantiosa propina ofrecida
por el jeque.
Siempre
traté y he tratado a mi sumisa con devoción y respeto y aún siendo Señor, fue
ella la quien me concedió ser su Tutor en la Iniciación y Aprendizaje para más
tarde convertirme en el Amo de su Educación y Disciplina llegando así a ser su
dueño. Por eso Helena siempre fue la mitad izquierda de mi cuerpo que aparte de
tener mi mano y mi pie, con todas las extremidades, también tenía mi corazón:
Un único latir y sentimiento de los dos. Era celoso egoísta con lo que tenía y
ansiaba pues no quería compartir, ni mucho menos exponer, a mi sumisa como un
mono de feria. Hablé con Helena con la seguridad de su decisión obligándole,
con un gesto, su mirada levantada pero su sumisión consistía también en
complacerme ya no sólo en cuerpo y alma sino a la hora de decidir por ella.
Asintió con la cabeza y pronunció su voz aquel “gracias Señor Rey” que sonó
como el armónico de la nota que sale de mi piano y se suspende en el aire en
aquella noche de desolación sin su compañía mientras a Helena la había ofrecido
al árabe del petróleo. Durante transcurrió su ausencia recurrí a atar sobre las
teclas de mi piano su vacío donde las notas eran como una cadencia del tono de
su voz en sol natural que se perdían en el infinito. Mi ansia quiso soldar su
sumisión y entrega en la composición que salía de mi cuerpo, se extendía por
mis manos y se prolongaba por mis dedos coincidiendo perfectamente con el
cuerpo, alma y espíritu de Helena. Los acordes que salían de mi piano
enfrentaban y contraponían los soles naturales de su voz con los soles
sostenidos –igual que cuando ella me acierta y me yerra-, en el sentido del
final de la modalidad del principio de la tonalidad escribiendo así himnos más
puros, fluyendo mi música y caminando hacia un mundo virginal espiritual de la
D/S, donde su recuerdo estaba a flor de piel evocándola con sentimientos de
feliz tristeza por ser mía y de tristeza feliz por darle libertad; pero al
acabar mi composición -sin darme cuenta-, estaba tono y medio por debajo de su
voz, porque ella no estaba a mi lado. El tacto de su piel era igual que la
textura de marfil de las teclas de mi piano en 88 teclas y ocho octavas de do a
do que sentía y tocaba su cuerpo como si fuese un compositor.
Cada
vez que me siento al piano y trato de recordarla su esencia está ahí para
inspirarme como si estuviera atada en y con las cuerdas de mi piano y ese mismo
esquema que compongo, entonces coincide, curiosamente, con la “Pavana de Lord
Salisbury” del compositor Orlando Gibbons. Una sumisa no es grande sólo por lo
que es o concede a un Señor para ser su Amo, sino también por el gran vacío que
deja su ausencia.
Cuando
Helena regresó de la sesión tenía cara de enojo y, al verla, como la conocía
como mi propio ser, no quise preguntarle por la cita en cuestión con el árabe
porque imaginé el artículo del Corán que expresa el sometimiento de la mujer
con una vara de avellano a razón de su progenitor hasta que éste crea
suficiente tenga o no razón el castigo. También pensé que vendría con una
cuantiosa propina por aquello que las penas con pan son menos penas pero no fue
así. Tan sólo 50 euros del potentado árabe junto con un sucio, feo broche
oxidado con unos cristales pegados que al tenerlo en las manos parecía algo
atemporal, como rescatado de un cofre viejo.
Introduje
mis manos y mis antebrazos en remojo con agua ardiendo; con esta técnica se consigue
la dilatación de las manos y los dedos tanto para tocar el piano o para tocar
el cuerpo de la sumisa sintiendo ésta el calor de mis manos como suyo propio.
En aproximadamente doce minutos el agua recupera la temperatura ambiente,
tiempo tal para pensar en mi sumisa ya bien sea para sancionarla o para
relajarla. Quise aplacar la ira y la rabia contenida de Helena mientras estaba
tumbada, casi desnuda, con tan sólo el tanguita que escondía su sexo, a la vez
que le aplicaba y le extendía aloe vera dándole un masaje chino por todo su
cuerpo con movimientos circulares observando que había sido castigada desde los
pies a la cabeza contundentemente pero no de forma severa ya que su piel tan
fina hubiera sufrido desgarros con las consiguientes heridas y posteriores
cicatrices. Mis dedos extendían suavemente la crema por todo su cuerpo y mi voz
pausada con palabras tranquilizadoras trataba de dominar ese carácter rebelde e
indomable que en esos momentos era presa Helena. Sentí que la culpa era mía así
que pensé motivarla diciéndole que igual aquel broche era un recuerdo de
familia o había pertenecido a la madre del jeque pero ni aún así le cambié el
gesto de enfado de su cara. Decidí, entonces, darle 50 euros por aquel broche y
Helena aceptó gustosa aunque a mí me pareció un precio sobre elevado por aquel
adefesio árabe.
Después
la mazmorra pasó a ser una habitación del piso donde vivimos casi siete años
una 24/7. Donde los suspiros, sollozos, lamentos y quejidos eran del placer del
dolor y donde cada marca en su piel llevaba un excesivo tacto y delicadeza
producida por una química sentimental y por una simbiosis de entrega difícil de
expresar ya que Helena fue educada y disciplinada a mi imagen y semejanza donde
saber andar y respirar formaban parte rítmica de mis latidos como Señor, Tutor
y Amo; como un diamante en bruto al que tallé y pulí en forma de brillante.
Me
quise casar con Helena y tener una familia pero ella estaba pensando en su
carrera universitaria ya que era licenciada en empresariales y hablaba tres
idiomas. Un puesto laboral de directora contable en una multinacional junto a
2600 euros al mes le esperaban en otra ciudad y decidí por ella dándole
libertad. Desde su ausencia ha pasado más de dos años y medio pero su recuerdo
sigue vivo en mi como si se hubiera llevado Helena ,quizá, mi prodigiosa mano
izquierda y cuando me siento al piano y dibujo una trascripción de lo que
siento, me aferro al tiempo pasado en la medida de poder congelarlo y no salir
de él, donde Helena y la sumisa que llevaba dentro formaban parte de mi: Dos
personas en un mismo ser, sintiendo como si dos estrellas se rozan un segundo
en el firmamento y tratan de reencontrarse toda la eternidad en el abismo del
infinito de la constelación de su propio nombre: Helena.
El
broche en cuestión pasó a formar parte de mis objetos más preciados por el
valor sentimental que supuso y cuando lo blandía entre mis manos, a pesar de
ser verdaderamente feo, no dejaba por ello de pensar en Helena. Un día por
casualidad o por, simplemente, ese capricho del destino que nos pone cosas en
nuestro camino y nos da cal o arena y sal o azúcar, pregunté a un amigo joyero
gemólogo que me dejó sorprendido cuando me dijo que el broche era de oro con
brillantes por valor de más de ochenta mil euros. Mi verdadero asombro fue
cuando comprendí que ese jeque, en verdad, era un auténtico Aladino y aunque
Helena me dejó huérfano desde entonces nunca le dije ni una palabra sobre el
valor del broche, ¿alguien se lo hubiera dicho?.
Publicado por: Rey