REENCUENTRO II
Tan solo la posibilidad de que todo se hubiera
terminado para siempre me desgarraba. No quería enfrentarme a eso. Tal vez,
podría quedarme eternamente de espaldas a esa puerta, dejarlo así, sin
concretar y que ambas posibilidades siguieran estando ahí: el para siempre y el
nunca jamás.
Undí el rostro entre las palmas de mis manos ahogándome
en mi miseria. Era ridículo. Lo que debía hacer era marcharme de allí sin
volver la vista atrás.
Pero no podía, lo que mi mente y orgullo me decían poco
o nada tenía que ver con lo que mi alma y cuerpo sentían. En algún momento
tendría que salir y yo seguiría allí, esperando, consumiéndome.
No quería llorar, las lágrimas de tristeza no van
conmigo, yo soy una persona resolutiva, fuerte, capaz de sacar su mejor cara
cuando las cosas no van bien, siempre he sido así, sin miedo a vivir lo bueno o
malo que me presentase la vida. Así que, me recoloqué el abrigo, metí las manos
en los bolsillos y permanecí con la mirada al frente.
Mentalmente, y para distraerme, comencé a contar con
lentitud. Uno, dos, tres, cuatro... diez, once... cuarenta y cinco, cuarenta y
seis.. ciento veintiuno... Perdí la cuenta en el cuatrocientos y algo cuando el
camión de recogida de basura cruzó la calle. Volví a empezar. Uno, dos, tres,
cuatro... diez, once... Pero esta vez me resultó más difícil seguir, comenzaba
a ser consciente de que llevaba bastante tiempo allí y Él no se hacía presente,
ni tan siquiera daba muestra alguna de saber que, yo, seguia esperándole.
Tenía que encontrar otra cosa con la que mantenerme
ocupada...
¡Lo tenía! Canciones de la infancia. Eran alegres, y lo
suficientemente ridículas como para hacerme reir un poco.
El señor don gato -muy oportuna, sí- fue la tercera o
cuarta que taladró mi mente, pero antes de que pudiera terminarla, se abrió de
nuevo la puerta. Saqué las manos de los bolsillos y me quedé tan quieta como
pude -como si fuera parte de una tropa militar a la que pasan revista, así me
vi-. Unos pasos se acercaron a mi, después... ¿otros?. No daba demasiado crédito
a lo que escuchaba, pero sí, por cada uno de mis flancos dos hombres vestidos
completamente de negro atravesaban el lugar, bajaban los pocos escalones del
porche y se perdían en la noche. Y así, sin más, la puerta volvió a cerrarse.
Pero esta vez había alguien más conmigo, notaba su
presencia, podía escuchar levemente su respiración. Me puse alerta y tuve la
instintiva necesidad de dar un paso al frente, de aumentar la distancia que me
separaba de quien quisiera que estuviese a mi espalda, y cuando me disponía a
ello, pude verlo. Uno de aquellos hombres regresaba, y yo no iba a quedarme
allí a averiguar quienes eran, si eso era una prueba, o una broma, había
llegado demasiado lejos.
Ni siquiera pude moverme, justo antes de que pudiera
echar a andar el individuo que se encontraba a mi espalda me tomó del cuello y
me tapó la boca. Muerta de miedo intenté gritar, Él debía estar dentro, debía
lograr que me escuchase. Me resistí, intenté propinarle algún codazo, clavarle
los tacones, pero me ahogaba, el aire no llegaba a mis pulmones, me ardía el
pecho, notaba como mis pocas fuerzas se quedaban atrás y aquel otro sujeto
estaba ya a apenas unos metros. Me eché a llorar aterrada, completamente fuera
de mi, y entonces, aquel “sssshhh” se posó como la caricia de una pluma en mi
cuello, su mano liberó mi boca y se perdió para volver a aparecer sobre mi
hombro sosteniendo las llaves de un coche. El hombre vestido de negro ya estaba
frente a mi, y se limitó a tomar las llaves y despedirse educadamente.
Saber que se trataba de Él me dejó definitivamente
inerte. Las tranquilizadoras palabras que pronunciaba bajito a mi oído se
colaban a través de mi, se me escapan sin llegar a escucharlas, eran solo un
murmullo que mi anestesiado cerebro no asimilaba como tampoco llegaban a él las
imagenes que captaban mis ojos, clavados en un punto fijo, en cualquier lugar,
como si me hubeira trasladado a la más inmensa oscuridad, al vacío más
absoluto.
Un conocido olor comenzó entonces a traer de vuelta mis
sentidos. Sin ser aun capaz de que mi cuerpo llegara del todo a obedecerme
recosté mi cabeza en Su pecho y cerré los ojos permitiendo que ese olor me
embriagase por completo. Poco a poco fui notando como Sus brazos me rodeaban...
Su nariz undida en mi cabello... Me pegué a Él tanto como pude, no quería dejar
escapar ni un solo ápice de ese delicioso perfume, y recorrí de un lado a otro
Su cuerpo respirando cada uno de los increíbles matices que lo componían, me
perdí en Su cuello, perfilé Su mandíbula y exprimí cada surco de Su ropa mientras
la palma de Su mano me obligaba a presionar mi cuerpo contra el Suyo. Queríamos
ser solo uno, podía sentirlo al fin.
Nuestras caderas empezaron a bailar en sincronía,
despacio, en un sutil baibén que invitaba a cerrar los ojos y dejarse llevar.
Comenzó entonces Su mano a recorrer el perfil de mi cuerpo, descendía hasta el
limite de mi abrigo para volver a subir y dejarse caer de nuevo hasta
acomodarse en mi cadera. Me sujetaba con fuerza entonces, y cerraba Su puño
alrededor de la tela cuando Sus labios tentaban los míos sin apenas rozarlos.
Entreabrí la boca, necesitada beber de Él, que bebiera de mi, y volver a sentir
Su incansable lengua enredada en la mía. Sonrió, liberándome momentaneame de la
presión de Su brazo y el peso de Su cuerpo me fue llevando a dar de espaldas
contra la puerta.
Me tomó de la mandíbula y Su pulgar se dispuso entonces
a describir mis labios, primero con suavidad y una lentitud que contribuía aun
más a mi sed, después, ejerciendo una deliciosa presión hasta terminar colándose
en mi boca. Actué en respuesta, acloplando mi lengua y mis labios a Su forma,
recorriéndolo de principio a fin mientras mi mente no paraba de pensar en la
evidente erección que se hacia notar tras Sus pantalones. Era esa la parte de
Su cuerpo que deseaba adorar hasta dejarle exhausto y arrastré todo el deseo
que bullía en mi a paladear Sus dedos.
Se hizo breve mi reclamo, a los pocos instantes se
había enredado en mi pelo obligándome a elevar el rostro, Su otra mano se había
colado bajo mi abrigo y delineaba una otra vez con Su índice los límetes de mi
trasero. Su rostro próximo al mío, Su mirada exprimiendo la excitación que
bañaba la mía, descendía, se clavaba en mis labios y comenzaba el ritual de la
punta de Su lengua humedeciéndolos. Volvía a tomar distancia, rebasaba mi ojos,
y Su lengua perfilaba de nuevo mi boca. Era exasperante, yo no quería dulzura
ni arder a fuego lento, tan solo deseaba atar mis piernas a su cintura y que me
follase allí mismo, contra esa puerta en mitad de aquella avenida, y Él, lo
sabía, y contenía los envites que en mi provocaba esa dulce tortura sujetándome
con fuerza del pelo.
Satisfecho, se detuvo el tiempo suficiente como para
observar mi reacción y volvió a sonreírme. Supe entonces que no se iba a
compadecer de mi, debía esperar. Y volvió a la carga, apoyó Su frente en la mía
y cariñosamente rozó nuestras narices. Su rodilla se dispuso entre mis piernas
y me invitó con un par de toques a separarlas, entonces, cada una de Sus manos
se acopló a la parte interna de mis muslos, ascendían, con el sigilo y la
efectividad de los gatos, hasta rozar mi sexo, y se alejaban, una y otra vez,
ese mismo recorrido, y una tras otra la lentitud era mayor, hasta que
finalmente uno de Sus dedos se dejó envolver por mi humedad.
• Así me gustas mucho más -fue Su frase de sentencia
antes de colocarse a un metro de mi y dejarme allí, contra esa puerta, tan
atónita como excitada-. ¿Qué tal estás? ¿Se ha pasado el susto?
• Sí -dije con un hilo de voz. Reconozco que había
olvidado el mal trago-.
• Me alegro, pues esperaba que mis amistades te
resultansen agradables, y no personas de las que salir corriendo.
No sabía muy bien que decir, y pese a la seriedad de Su
cara, por el tono de Su voz podía intuir que el tema le resultaba, cuanto
menos, simpático, de modo que me limité a sonreir y encogerrme de hombros en
modo disculpa.
• Ya veo... Cuéntame, ¿qué tal este tiempo? ¿has
aprendido algo nuevo?
¡Oh dios! ¿En serio ibamos a hablar en ese momento?
¿allí? ¿después de... todo? Mi cara de disguto era más que obvia y a punto
estuve de responderle que sí, que durante la tarde aprendí a hacer bizcocho,
pero sabía que no era lo que más me convenia.
• Aprendí algunas cosas... entendí otras.
• Bien. Deléitame entonces contándome cuales son esas
cosas que has... entendido.
Ahí estaba de nuevo ese tonito de sorna, así que tenía
dos opciones, seguir haciéndome la tonta o dar un paso al frente y terminar con
ese “ambos lo sabemos pero los dos callamos”.
Opté por lo segundo, y comencé a balbucear un discurso
sin sentido sobre BDSM, sumisión, Dominación, protocolos, comportamiento,
limites, prácticas, nombres, personas, lo vivido y lo por vivir, de una manera tan
atropellada que ni yo misma sabía que estaba diciendo y ante el que Él, y pese
a Su esfuerzo por mantenerse en silencio y escuchar, no pudo evitar terminar
riendo, carcajadas de las cuales me contagié. Así estuvimos durante algún
tiempo, riéndonos de lo patosa que me volvía cuando tenía que explicarle algo
que me daba pudor.
Finalmente conseguimos traer de vuelta la serenidad.
• ¿Estás segura?
• Sí.
Por supuesto que lo estaba, y me sentía liberada
habiéndole hecho saber que nuestra manera de sentir se complementaba. Sabía que
a partir de ese instante todo cambiaría, al menos en parte, que nos quedaban
por delante muchas más conversaciones que las ya tenidas en el pasado, o quizás
las mismas, pero en adelante con la seguridad para los dos de estar hablando de
lo mismo, y aunque en general nos conociamos tan bien el uno al otro que los
gestos y las expresiones nos eran suficientes para entendernos, me reconfortaba
saber de alguna forma que Él ya si podría sentirse libre de ordenarme y
disponer de mi abiertamente sin temer de mi incomprensión alguna, y que yo,
podría definitivamente abrirme a él y darle acceso a cada uno de mis recovecos.
Nos quedamos en silencio hasta que él me indicó con un
gesto que era hora de pasar dentro, asi qué me aparté de la puerta, abrí, y me
retiré a un lado dejándole paso. Llegado a mi altura se detuvo, me miró de
reojo, arqueando una ceja en modo pregunta, y con sonrisa pícara y de
suficiencia, me soltó un “tal vez algún día... tal vez...hoy”.
Quería recordar de dónde procedía ese “tal vez hoy”
pero habían pasado tantas cosas en tan poco tiempo que no lograba asociarlo a
nada. Avancé tras de él. El apartamento parecía grande, aunque la iluminación
era tan tenue que no alcancé a ver demasiado. Al final del pasillo había unas puertas
de corredera, los critales eran amplios y a través de ellos se observaban
sombras producidas por las velas que danzaban de un lado a otro. Cuando abrió,
lo primero que observé fué un potro sobre una inmensa alfombra de tonos rojizos
en el centro de la estancia. Justo en frente, en la pared, cuatro amarres de
los que pendian tobilleras y muñequeras de ese mismo color. Un poco a la
izquierda y hacia el fondo, dos sillones de cuero negro junto a una pequeña
mesa de cristal en la que estaban colocadas varias copas y un caldo que no
alcanzaba a adivinar.
Giré la vista hacía el lado derecho de aquel enorme
salón ilusionada por ver como se completaba y en un aliento, mi ilusión se fue
al traste llevándome en contrapartida un gran sobresalto.
¿Los señores vestidos de negro se multiplicaba? ¿los
hacían en serie como las lavadoras? Ahí estaba, de pie, con las manos cruzadas
delante del cuerpo y completamente inmovil como si fuera una estatua. Este me
inquietó aun más. Era alto, muy alto, su pelo era negro, liso, y caía mortífero
sobre sus hombros. Llevaba puesta una máscara de color pizarra que apenas
permitía entrever que trás aquellos pequeños agujeros se escondían los ojos de
un ser de carne y hueso. Eso era lo único que le daba cierta humanidad, por lo
demás, todo su cuerpo estaba completamente cubierto por el negro de una especie
de capa o sotana que arrastraba en el suelo unos cuantos centímetros y
terminaba cerrandose con un alzacuellos del mismo color en el límite de aquella
máscara.
Lo miré durante un rato, esperando que se moviera, o
que alguien dijera algo, sin suerte. Después seguí repasando la habitación sin
poder evitar volver de manera fujaz a ese individuo, y entonces, recordé.
Ese “tal vez algún día” había sido el final de alguna
de nuestras charlas, y no precisamente de las más amables para mi. Era algo que
no entendía, y no estaba demasiado segura de querer entender. ¿Por qué con otro
si yo solo queria estar con Él?