Veo tu foto en el celular. Desnuda, sentada con la cola sobe los talones, las rodillas algo separadas, las palmas hacia arriba apoyadas sobre las rodillas. No se ve tu rostro, solo tu Amo sabe a quién corresponde esa belleza sin máscaras, que en su postura dice: así soy y así quiero ser.
La imagen corresponde a aquella ocasión en que sentías a la vez tanto deseo de servir y temor de no hacerlo bien. Hermosa como una versión actual del nacimiento de Venus, vulnerable como un retoño con mucho potencial pero poca experiencia. Te preocupaba que una ausencia relativamente breve de tu Amo fuera una mala señal, pues todo podía ser una señal, una prueba, como entonces lo veías.
“¡Perdón, Señor!” Con esa súplica comenzaba el mensaje en mi celular. Mi primera reacción fue la curiosidad. Sobre el escritorio tenía una pila de trabajos de crítica literaria entregados por los estudiantes. La pantalla plana del ordenador mostraba de fondo el emblema de la universidad. Por el pasillo veía pasar a estudiantes, profesores, y alguien de mantenimiento. En medio de todo, mi faceta de dominante se asomaba de pronto en un tono de emergencia. Mi apreciada sumisa pedía perdón por lo que fuera que haya hecho, pedía que la castigue si lo merecía, pero que no me aparte de ella tanto tiempo.
En realidad habían pasado apenas 48 horas desde nuestra última sesión, que era también una de las primeras. Entre las clases, la corrección de trabajos y las reuniones, el tiempo había pasado rápido, y no era un día particularmente absorbente. Suponía que tu debías comprenderlo, pues… mi entusiasta y delicada sumisa, también dabas clases ese día.
Noté cuánto me necesitabas. Por un lado, me inspirabas ternura, pero también debía enseñarte templanza. Por eso no pasé a verte por tu salón. Nos veríamos dónde y cuándo yo lo indicara. Te respondí diciéndote que me encuentres más tarde a la entrada de mi edificio. Viniste hacia mí para saludarme. “Perdón, Señor”, susurraste a mi oído. “Acompáñame, por favor”, respondí. Entramos en el ascensor. A solas, con tu espalda contra la pared, tomé firmemente tu cabello obligándote a mirarme. Eliminé toda duda sobre tu temor de haber hecho algo mal. “¿Sabes qué hiciste? Me cautivaste con una entrega que me conmueve, que despierta mi deseo de hacerte mía, dominarte hasta que sepas al detalle cada manera de complacerme, y verte tan sumisa, sólo para mí, que me siga sintiendo afortunado como me siento, porque soy el Dueño y Señor de un tesoro sensual.” Llevé tus manos hacia tu espalda y te las sostuve allí mientras te besaba. Tan pronto el ascensor subió hasta el último piso, lo hice bajar de nuevo hacia el mío. “Este viaje lo haces de rodillas”, ordené.
Una vez en mi apartamento, quité tus ropas sin prisa, mientras mantenías baja la mirada y tus labios en silencio. Mis manos se deslizaban formando caricias a lo largo de tu cuerpo, sobre las curvas de tu cintura, tu vientre, tus pechos. Ya desnuda y de rodillas, uní tus manos a la espalda con las esposas de cuero, vendé tus ojos con el pañuelo que traías al cuello.
Permanecí en silencio, mirándote. Tus pechos subían y bajaban al ritmo de una respiración profunda, entre la excitación y la ansiedad apenas controlada. Tu recodarás esa escena de otra manera, desde las caricias en tu piel, los sonidos de mis pasos, el aroma de mi loción. No me esperaba que por un par de días tuvieras esa reacción de ansiedad, pero no negaba que te hubiera extrañado, que pensara varias veces al día en el momento de volver a verte. Me senté en el sofá y mientras oías de rodillas te conté mi sueño. La noche anterior había soñado que estaba dando clase y pensaba en ti. Mi miembro se abultaba hasta tal punto que rompía el pantalón, el cual caía, sin ropa interior, y se liberaba mi virilidad en toda su extensión. Las estudiantes de la clase formaban dos filas y se acercaban en cuatro patas en actitud de veneración. Las más cercanas llegaban a lamer mis piernas, pero sólo tú caminabas desnuda entre ellas, te arrodillabas, besabas mi sexo y procedías a usar tus labios y tu lengua con tal presteza y deleite que les demostrabas que solo tú podías ser mi puta.
Desde esos primeros días ya te mostrabas dispuesta a ser para mí lo que yo deseara que fueras, sin otra aspiración que la de complacerme. Pese a tus inseguridades, cada vez menores, deseabas poner a mi disposición lo más valioso que tenías: tú misma.
Yo también tenía mi combinación de sentimientos, el deseo de poseerte, convertirte en la realización de mis fantasías, y la admiración por tu valiente actitud de entrega. Dejé que sintieras mis pasos al acercarme. Te ayudé a ponerte en pie, besé tus labios. Tomé entre mis dedos tus pezones firmes, los froté entre mis dedos y tiré un poco de ellos. Tú te estremecías, silenciosa con excepción de los gemidos, obediente. “Estoy aquí, para ti. Me vas a sentir en tu piel.-dije- Me vas a sentir en tus sueños, me vas a sentir durante el día, porque voy a estar siempre para ti, y voy a recordarte quien eres en tu más profunda esencia”. Te incliné sobre la mesa, acaricié tus nalgas, las pellizqué, les di unas palmadas, y otras más, y más. Me gusta cuando veo ese bello tono rosado en tus nalgas, pero esta vez me detuve antes. Parecías sacar la cola como pidiendo más. Deslicé mis dedos a lo largo de tu sexo y metí uno de ellos en tu ano, lo cual te arrancó una nueva exclamación. Oírla me excitó aún más. Lo moví dentro de ti al tiempo que tus manos atadas se agitaban y solo lograbas acentuar la sensación de sometimiento.
Tomé tu cintura con ambas manos, sentí la calidez de tu sexo húmedo al contacto con el mío. Te penetré con vigor, entregándote yo también todo de mí, en el gesto de perder el control de una manera maravillosa. Perdernos y encontrarnos juntos, en una explosión de placer, en unas esposas que luego suelto y caen, en un abrazo tierno sobre el sofá.
Al día siguiente, me aseguré de enviarte un mensaje antes de entrar a mi oficina. Al poco tiempo me llegó tu respuesta: “Gracias Amo”. No era un mensaje más. Antes con timidez me llamabas Señor, como te salía espontáneamente, sin más presiones ni prisas sobre ese punto. Ahora la timidez había huido entre gemidos y nalgadas.
Esos bellos recuerdos evocas en la imagen, verte entonces y verte ahora, con la autoestima de una mujer que sabe lo que quiere ser y está orgullosa de serlo. Me perteneces, no porque yo lo diga, sino porque así lo deseas. Es un honor, un compromiso, una responsabilidad que he aceptado. Somos felices a nuestra manera, incluso si nadie a nuestro alrededor pudiera comprender mis motivos, o los tuyos.