laila
Ella está leyendo de pie, desnuda. Luce sus pendientes
y sus mejores zapatos. La pequeña chapa al frente de su collar dice “laila”.
“¿Cómo se llama su perra?”, me preguntaron en la veterinaria. Entonces dije con
naturalidad su nuevo nombre, al que solo responde conmigo.
Curiosamente se dice “perra” o “puta” como insulto, no
como yo se lo suelo decir a laila. Lo que un humano puede aprender y valorar de los canes es la fidelidad, la
obediencia, el valor, el hecho de confiar en el
instinto, la entrega al macho alfa.
No la llamé puta hasta que se ganó ese elogio. Cuando
fue consciente de todo su atractivo, su
manera de lucirse para mí, sin vergüenza alguna; el descubrimiento de la
sensibilidad de cada región de su piel, la libertad de entregarse por completo
a mí porque era su mayor deseo, aunque la sociedad le hubiera enseñado otras
cosas, y expresar su gozo con sus gemidos, sus posturas, sus palabras de
agradecimiento con su mirada baja.
Se bien lo que está leyendo, porque yo lo escribí.
Otras personas lo leerán, pero ella primero, se lo ha ganado. Su formación
profesional la hace competente para un análisis lo más objetivo posible, y si
debiera encontrar defectos y comentármelos con todo respeto, yo no esperaría
otra cosa.
La primera vez que la vi también leía una de mis obras.
Vestida, por supuesto, en un espacio público. Flotaba en el aire un agradable
aroma a café. Estudiantes y profesores conversaban en las mesas sobre los más
variados temas, casi en voz baja, aunque la biblioteca de Humanidades se
encontraba a menos de 100 metros de allí.
Me llama la
atención que no haya en el profesorado de Letras quien no haya leído a Sade o a
Bataille. No pretendo compararme, pero me sentí afortunado: la hermosa y
reconocida académica me estaba leyendo a mí. Sus cabellos negros recogidos, sus
lentes de baja graduación, su vestimenta formal, le daban en aspecto entre
sensual e intelectual que yo encontraba excitante.
Me acerqué y recité una de las frases de esa obra:”
¿Por qué lucirás solo un antifaz? No porque cubra, sino porque destaca lo
importante. Tus ojos, tus labios, el lenguaje de tu cuerpo, que dice más que
tus palabras”.
Ella levantó la vista y me miró un tanto confundida,
seguro que le resultaba conocido. Mi foto estaba en la solapa del libro. Sonrió
al confirmarlo. “¿Puedo sentarme?” ,“Si, por favor”, invitó con un gesto.
“Esto parece una invocación”, bromeó.
“Una feliz coincidencia, aunque no suelo creer en
casualidades, sino en causalidades.”
Apovechó la ocasión para hacerme unas cuantas preguntas
sobre mis obras, personajes, técnicas, mientras yo sentía crecer la química
entre ambos, en un cambio del tono de voz, el encuentro de miradas sostenidas,
los cuerpos ligeramente inclinados uno hacia otro y más cercanos.
“Sé que sonaría muy personal, tú dirás si respondes…
¿En verdad practicas el bdsm? ¿Hay algo de experiencia personal que al menos
inspire estas obras?
“Esa no es una pregunta sobre técnica, sino sobre
intimidad. Me temo que para ser justo con quienes haya conocido, solo saben
sobre mi intimidad quienes la comparten conmigo.”
“En ese caso permíteme hacer conjeturas. Supongamos que
si lo haces. Supongamos que yo formara parte de esa intimidad. En ese caso
hipotético, me pregunto qué te inspiraría. Qué me harías.”
“Acércate. – acerqué una mano como acariciando una de
sus mejillas y susurré al oído.- Desnudarte sería apenas el principio, en tal
caso te despojaré de tus máscaras, de
quien crees que eres o lo que crees que conoces. Haré aflorar de tu más
profundo interior tanto tus mayores inseguridades y prejuicios como los más
prohibidos deseos que ni te atreves a confesarte a ti misma. Las fantasías que
te harían temer que tú misma te sientas loca, pervertida o reducida a una
hembra excitada. Te las haría notar para que te conozcas mejor que nunca, te
aceptes, y te sientas orgullosa de lo que encuentres, y tu vida nunca vuelva a
ser la misma. Así es de reveladora esa experiencia, como para que la mayoría de
las personas prefieran vivir una mentira disfrazada de “normalidad”, sea lo que
eso fuere.
Ella tomó una de mis manos. –Acepto.- dijo.- Salgamos
de aquí.
En las semanas siguientes noté los cambios tal como se
los había anticipado. Desnuda, con los ojos vendados, las manos atadas hacia
arriba, sintió los azotes en la cola, el hielo en los pechos, las caricias
íntimas que la excitarían sin correrse hasta que yo lo permitiera. Sintió mis
abrazos para confortarla, mis palabras de ánimo, mis premios y castigos. La vi
salir hacia sus clases con su cuerpo previamente pintado con mis dedos, como un
grafiti personal que indicaba mi propiedad. Solo ella y yo sabíamos lo que se
encontraba bajo sus ropas. En uno de los meses siguientes me confesó que sabía
que yo debía presentarme esos días en la Facultad para hablar ante un grupo de
estudiantes. Había estado leyendo el mismo libro tres veces en el mismo sitio,
y la tercera fue la vencida. Porque a esas obras les faltaba algo, le faltaba
ella.
Ya casi termino mi copa de coñac. Ella ha terminado y
cerrado el nuevo capítulo. Hago chocar mis palmas y ella viene hasta mi sillón
despacio, en cuatro patas, buscando mis caricias. Es la primera en saber lo que
me ha inspirado, mi nueva obra, mas a mí me gusta pensar que hay otra cuestión
mayor, más importante y menos conocida: nuestra feliz relación, esa es nuestra
obra.