El regalo
No sabía, a quien de los dos le haría más ilusión el
regalo, si a ella o a mí. Desde luego ella no sabía nada. Todo lo había
planificado con la meditación y el secreto que siempre me ha envuelto.
Cuando aquella mañana fui a Correos por el paquete,
acaricié su envoltura marrón como si de una reliquia se tratase. Dejé fluir mi
mente hacia los rincones más oscuros de mi lascivia, regodeándome en las
sensaciones que estarían por venir, notando como una presión crecía dentro de
mis pantalones...
Me fui para casa inmediatamente. Aun tenía que preparar
muchas cosas antes de que llegara ella.
Llegué a casa, solté las llaves en la mesa y me puse a
desembalar el paquete y fui poniendo encima de la mesa su contenido. A su lado,
coloqué un látigo de cinco colas que me había regalado mi amiga Gloria, una Ama
a la que me unía algo más que simple amistad. Aparté el sillón que franqueaba
la pared más larga del salón. Encima, había dos cuadros con fotografías en blanco
y negro de una sumisa en dos posiciones distintas, solícita al Amo que la esperaba. Detrás de
ellos, dos taladros en la pared escondían en su interior dos tuercas, donde
coloqué sendas argollas que se atornillaban perfectamente en su interior. Tiré
de ellas con fuerza, para comprobar que estaban perfectamente encajadas. En el
suelo, aparte, coloqué dos cadenas en cuyos extremos había dos mosquetones y al
otro lado, dos grilletes que había mandado forjar hacía ya tiempo.
El hierro siempre me había excitado muchísimo más que
el cuero. Lo veía más primitivo, más inquisitorial.
Al lado de todo esto, coloqué una barra metálica en
cuyos extremos había sendos grilletes.
Con todo esto preparado, miré mi reloj. “Dos minutos
para su llegada. Perfecto”.
Me senté en el sillón de una plaza que estaba colocado
en frente a la pared y encendí un cigarrillo. En medio quedaba la mesa con el
regalo y el látigo.
Justo a los dos minutos, escuché como alguien
introducía la llave en la cerradura y la hacía girar. Abrió la puerta y allí
estaba ella, rubia de media melena alborotada, piel pálida y suave. Vestía
traje de chaqueta con falda y una blusa a medio abrochar, dejando entrever los
dulces pechos que luchaban por salir de esta. Sin sujetador. Debajo de su
falda, tampoco habría nada, como le había ordenado.
Al cerrar la puerta me vio sentado en el sillón.
Nuestras miradas se cruzaron un segundo y acto seguido las bajó, como así le había enseñado. Dejó lo que traía en sus
manos encima del mueble de la entrada, y se quitó la chaqueta que colgó en el
perchero de madera que compré en uno de mis viajes.
No tenía que decirle nada. Ya nos conocíamos. Mientras
empezaba a desabrocharse la blusa para dejar en libertad sus grandes senos, yo
sabía lo qué le recorría su mente. Sabía que el verme esperándola no era por
casualidad. En mi mente juguetona y caprichosa la quería hoy para mí y sólo
para mí. Lo cual era algo que le gustaba. Nunca sabía cuando podría disponer de
ella, y tampoco le importaba. Ella me había dado el control absoluto de todo su
ser y yo, como un animal salvaje y enjaulado al que por fin le dan la libertad,
le había arrebatado toda su vida. Era mi sierva, la única a la que le estaba
permitido satisfacerme, y yo era el único Dueño de su placer. Sabía por tanto
las reacciones a las que su cuerpo se enfrentaba ahora: Deseo... excitación...
miedo...
Cuando terminó de quitarse la blusa, comenzó con la
falda. Esta era bastante fácil de quitar, como yo le había ordenado en su día.
Siempre tenía que estar accesible para mí, cuando yo lo deseara. La dejó caer
al lado de la blusa, que descansaba arrugada en el suelo. Sólo se dejó los
tacones negros, brillantes, que se unían a su empeine como si fueran una parte
perfecta de su cuerpo.
Permaneció en la entrada, de pie, con las piernas
ligeramente separadas, las manos atrás, la cabeza agachada y sus labios
entreabiertos. Preciosa, deseable, sumisa...
- Pasa, preciosa. Hoy te he traído un regalo. – Dije a
medida que señalaba con el dedo hacia la mesa.
Su mirada se posó entonces sobre el corsé que había
encima de ella, al lado del látigo. En sus ojos pude adivinar el derretimiento
que tenía que sentir en todo su ser. Sabía lo que deseaba un corsé, lo que le
encantaba sentirse atrapada en todo su cuerpo, cortándole la respiración, sintiéndose
desvalida, pequeña.
Me levanté y con un gesto le indiqué que se acercara.
Cogí el corsé, que era de color blanco perla, de fina tela pero resistente. En
su parte delantera unos bordados recorrían de arriba abajo todo el pecho,
mientras que a la espalda se cruzaban los lazos que me servirían para
ajustárselo a su piel, apretárselo para marcárseles los bordes de él. En su
parte más baja, un letrerito bordado decía:
Dita.
Ella levantó los brazos y por ellos metí el corsé,
ajustándolo en su cintura. Encajaba a la perfección, ya que tensó los cordones
de la espalda, de tal manera que pude ver el juego que tendría para apretarlos.
Antes de ajustarlo, metí las manos por delante y tirando de las argollas que
había taladradas en sus pezones, los saqué por fuera del corsé. El diseño del
corsé había sido mínimamente cuidadoso para dejar sus maravillosos pechos
expuestos con la fuerza y dureza como los estaba sintiendo en ese momento.
La hice girar sobre tus talones, y empecé a ajustarle
los lazos de la espalda. A cada tirón, notaba como su cuerpo gemía y se
estremecía. Sabía lo que le gustaba esta sensación. Lo notaba cada vez que le
ataba sus pechos y torso con las cuerdas y siempre me pedía con la mirada que
le apretase más y más. Nunca parecía tener suficiente.
Fui atando poco a poco, apretándolo todo cuanto mi
fuerza daba de sí. Cuando acabé, pasé mis manos por su armadura, notando su
dureza y como la sensación del tacto cambiaba al llegar a sus caderas. Quise
comprobar su nivel de excitación, y metí las manos por la entrepierna. Como ya
sabía a ciencia cierta, su cuerpo estaba reaccionando por la necesidad de
satisfacción, a la espera de que le fuera otorgado el placer que durante días
le había prohibido.
La empujé contra la pared, pegando a ella la mejilla y
levantando los brazos pegados. Le aparté las piernas, y lo primero que le
coloqué fue la barra de separación para dejar más expuesto si cabe su sexo para
mí.
Estando a su lado arrodillado, noté el calor y el olor
que desprendía su sexo excitado, mojado... suplicando que le llevara a un
éxtasis hasta ahora no vivido, al nirvana que le era prohibido tan a menudo,
simplemente por mis caprichos y al cual ella se sometía sin rechistar. Antes de
levantarme, pasé mi lengua por él y por toda la hendidura que formaban sus
perfectos cachetes. Vi como mi saliva lasciva goteaba por sus pliegues, al
tiempo que ella dejaba escapar un suspiro.
Luego le coloqué los dos grilletes para las muñecas
que, al tener la cadena corta hacían que esta tuviera completamente estirada de
brazos.
La imagen era perfecta, su cuerpo encorsetado,
perfectamente definido por la forma de éste, se abría ante mí gracias a la
posición a la que le había obligado a adoptar. Estaba lista para mi, lista para
dejarse marcar por mi fuerza transmitida por el látigo. En mi mente sólo
flotaban las imágenes de las marcas que su cuerpo ampararían.
- Mi amor, si supieras lo preciosa que vas a estar... –
Dije mientras cogía el látigo. A mi tacto crujió el cuero. ¡Qué sensación! El
olor del cuero se mezclaba con el olor del miedo que surgía de mi pequeña. Cómo
me gustaban estas sensaciones. Esta calma antes de la tormenta. Esta
tranquilidad antes de que el aire fuera rasgado por el sonido del látigo al
golpear en su dulce piel.
El primero siempre pilla desprevenido y a su vez suele
ser el más bello de todos. En la piel inmaculada aparece la tira blanca seguida
del enrojecimiento típico provocado por la cola que haya golpeado. Vi como
apretaba los cachetes involuntariamente, a la espera del segundo golpe.
- No quiero que los aprietes. Sabes que me gusta ver
que tu cuerpo está relajado y poder ver el agujero de tu culo.
Un segundo golpe, y de nuevo apretó los cachetes. Pasé
mis manos por su culo, tocando las dos marcas que había dejado el látigo.
Ayudándome de las dos manos, se los separé, al tiempo que notaba que los volvía
a relajar, y le introduje un dedo en él, sin esperar a lubricar ni nada. Note
como apretaba los ojos, pero inmediatamente los relajaba de nuevo.
- Mi zorrita, si no quieres pasarlo realmente mal, te aconsejo
que seas todo lo obediente que espero de ti. No me obligues a tomar medidas que
sabes que no te gustan.
Saqué mi dedo y volví a golpearla con el látigo. Una,
dos,... diez, veinte veces. Indiscriminadamente pasaba del culo a sus piernas,
golpeándola en la parte posterior y en el interior de los muslos. ¡Ah, cuanta
razón tenían Ann-Marie en Historia de O, qué poco sabíamos los hombres de
causar dolor a las mujeres!
De sus ojos brotaron lágrimas. Como si de un cuadro se
tratara que alcanzaba la perfección, recordé esa frase que tanto tiempo habían
marcado mi vida: Las flores con rocío en sus hojas, y las mujeres con lágrimas
en sus ojos.
Pasé las colas del látigo por su sexo, dejando ver como
algunas gotas corrían por su superficie. Lo acerqué a mi boca y saboree la
mezcla del cuero con sus fluidos, dejando que mi mente se inflamara, al tiempo
que me desabrochaba el pantalón.
Solté el látigo y metiendo mis dedos entre el corsé y
su espalda, la obligué a arquear la espalda, haciendo que sacara más su culo
hacia fuera.
Restregué mi endurecida polla contra su coño, dejando
que fueran sus fluidos imparables los que me la lubricaran. Puse mi glande muy
cerca de su sexo, apretándolo contra él, para que lo notara y por un segundo
pensara que su Amo por fin iba a penetrarla.
Pero ese pensamiento fue tan fugaz. Ella sabía que yo
no la penetraría por ahí. Que nunca más volvería a ser follada como siempre lo
había sido. No era aversión lo que sentía por ese agujero, sino simple placer
de negar aquello que tenía la posibilidad de negar.
Así que enfrenté mi polla al agujero de su culo y
empujé hacia dentro, notando toda la fricción que producía en su culo. Había
estado anteriormente preparando su agujero a conciencia, ensanchándolo a medida
que iba haciendo que llevara cada vez más tiempo el plug de silicona que
compramos.
El ver las marcas de su piel hacía que mi cerebro
hirviera de lujuria. Mis movimientos se hicieron frenéticos rápidos,
incontrolados. Notaba como arqueaba aun más la espalda, intentando subir más la
pelvis para que la penetración fuera más profunda. Si por ella hubiese sido,
desearía notarse empalada por mi dura polla.
Notaba las gotas que chorreaban de su sexo, salpicándome
en las pantorrillas a cada embestida. De su garganta escapaban gritos de placer
junto con sollozos por la brutalidad con que estaba siendo penetrada.
Cuando, loco de furia, mi cuerpo fue incapaz de
contenerse me corrí con toda mi ansia en el interior de su culo, inundándoselo
completamente. En mi momento de éxtasis, veía su linda figura contorneada por
el corsé y como ajustaba tan perfectamente su cintura que casi me hace perder
la razón. Así me quedé agarrado a ella, jadeando y mezclando nuestros sudores
con los fluidos que resbalaban por nuestros cuerpos.
Apreté sus cachetes al tiempo que sacaba mi polla aun
erecta de su culo. Ella ya sabía que tenía que retener mi semen ahí, no era la
primera vez que hacíamos este juego.
Volví a coger el látigo y crucé de nuevo su piel otras
veinte veces más, como si de brochazos en un lienzo de tratase. Me encantaban
sus marcas. Sabía que tendría que dejarla reposar unas semanas para volver de
nuevo a tener una sesión como aquella. Pero durante este tiempo a ambos nos
encantaría ver dichas marchas. A mí como autor de la obra y a ella, orgullosa
de saber que su Amo había querido marcarla y que había sabido aguantar el
dolor.
Desaté sus manos y la hice girar en el sitio, aun con
las piernas separadas. Me tumbé en el suelo e hice que ella se agachara,
quedando con las piernas flexionadas y completamente abiertas. Le llevé una
mano a mi polla, indicándole que me masturbase, mientas que con la otra sabía
qué tenia que hacer.
Ayudada aun por los fluidos que mi polla había escupido
empezó a masajeármela. Al mismo tiempo, introdujo sus dedos en su culo y dejó
que el semen que tenía ahí oculto, chorrease por sus dedos. Los estuvo un rato
metiendo y sacando, hasta que notó que tenía la mano empapada de mis flujos, y
se la llevó a la boca, saboreando cuanto su culo le daba.
Al ver aquello, no pude aguantar más y volví a
correrme, al tiempo que ella movía más brutalmente mi polla, dejando que mi
semen escapase con descontrolados escupitajos. Su boca limpió entonces
cualquier resto del esperma blanco que me manchaba, junto al que había
chorreado por sus manos. Su lengua rosada y caliente, era perfecta para esas
tareas.
Después se levantó y se colocó en posición de espera,
hasta que yo me incorporé y le desaté sus pies. Le di un beso y un mordisco en
el hombro mientras le indicaba que recogiera su sopa y que fuera al cuarto de
baño, que enseguida iría yo. Mientras recogía la ropa, vi los libros que había
dejado en la entrada. Entre ellos, la carpeta con la pegatina que rezaba por los
derechos de las mujeres a no vivir maltratadas. Y le pregunté:
- Por cierto, ¿has dictado hoy sentencia contra el
maltratador aquél?