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    Tener fe en tu Dominante conlleva no tener miedo

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    Mi primer sometido es mi control, siempre está a mi servicio

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    Manejar el silencio es más difícil que manejar el látigo

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    Mi alma necesita tanto mimo como mi cuerpo castigo

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    Después de una sesión, la mano que te domina te debe acariciar

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    El precio de Dominar es la responsabilidad

25 - El regalo. Autor: Thoros | Foro

una
una Feb 16 '15

El regalo

 


No sabía, a quien de los dos le haría más ilusión el regalo, si a ella o a mí. Desde luego ella no sabía nada. Todo lo había planificado con la meditación y el secreto que siempre me ha envuelto.

Cuando aquella mañana fui a Correos por el paquete, acaricié su envoltura marrón como si de una reliquia se tratase. Dejé fluir mi mente hacia los rincones más oscuros de mi lascivia, regodeándome en las sensaciones que estarían por venir, notando como una presión crecía dentro de mis pantalones...

Me fui para casa inmediatamente. Aun tenía que preparar muchas cosas antes de que llegara ella.

Llegué a casa, solté las llaves en la mesa y me puse a desembalar el paquete y fui poniendo encima de la mesa su contenido. A su lado, coloqué un látigo de cinco colas que me había regalado mi amiga Gloria, una Ama a la que me unía algo más que simple amistad. Aparté el sillón que franqueaba la pared más larga del salón. Encima, había dos cuadros con fotografías en blanco y negro de una sumisa en dos posiciones distintas,  solícita al Amo que la esperaba. Detrás de ellos, dos taladros en la pared escondían en su interior dos tuercas, donde coloqué sendas argollas que se atornillaban perfectamente en su interior. Tiré de ellas con fuerza, para comprobar que estaban perfectamente encajadas. En el suelo, aparte, coloqué dos cadenas en cuyos extremos había dos mosquetones y al otro lado, dos grilletes que había mandado forjar hacía ya tiempo.

El hierro siempre me había excitado muchísimo más que el cuero. Lo veía más primitivo, más inquisitorial.

Al lado de todo esto, coloqué una barra metálica en cuyos extremos había sendos grilletes.

Con todo esto preparado, miré mi reloj. “Dos minutos para su llegada. Perfecto”.

Me senté en el sillón de una plaza que estaba colocado en frente a la pared y encendí un cigarrillo. En medio quedaba la mesa con el regalo y el látigo.

Justo a los dos minutos, escuché como alguien introducía la llave en la cerradura y la hacía girar. Abrió la puerta y allí estaba ella, rubia de media melena alborotada, piel pálida y suave. Vestía traje de chaqueta con falda y una blusa a medio abrochar, dejando entrever los dulces pechos que luchaban por salir de esta. Sin sujetador. Debajo de su falda, tampoco habría nada, como le había ordenado.

Al cerrar la puerta me vio sentado en el sillón. Nuestras miradas se cruzaron un segundo y acto seguido las bajó, como así  le había enseñado. Dejó lo que traía en sus manos encima del mueble de la entrada, y se quitó la chaqueta que colgó en el perchero de madera que compré en uno de mis viajes.

No tenía que decirle nada. Ya nos conocíamos. Mientras empezaba a desabrocharse la blusa para dejar en libertad sus grandes senos, yo sabía lo qué le recorría su mente. Sabía que el verme esperándola no era por casualidad. En mi mente juguetona y caprichosa la quería hoy para mí y sólo para mí. Lo cual era algo que le gustaba. Nunca sabía cuando podría disponer de ella, y tampoco le importaba. Ella me había dado el control absoluto de todo su ser y yo, como un animal salvaje y enjaulado al que por fin le dan la libertad, le había arrebatado toda su vida. Era mi sierva, la única a la que le estaba permitido satisfacerme, y yo era el único Dueño de su placer. Sabía por tanto las reacciones a las que su cuerpo se enfrentaba ahora: Deseo... excitación... miedo...

 

Cuando terminó de quitarse la blusa, comenzó con la falda. Esta era bastante fácil de quitar, como yo le había ordenado en su día. Siempre tenía que estar accesible para mí, cuando yo lo deseara. La dejó caer al lado de la blusa, que descansaba arrugada en el suelo. Sólo se dejó los tacones negros, brillantes, que se unían a su empeine como si fueran una parte perfecta de su cuerpo.

Permaneció en la entrada, de pie, con las piernas ligeramente separadas, las manos atrás, la cabeza agachada y sus labios entreabiertos. Preciosa, deseable, sumisa...

- Pasa, preciosa. Hoy te he traído un regalo. – Dije a medida que señalaba con el dedo hacia la mesa.

Su mirada se posó entonces sobre el corsé que había encima de ella, al lado del látigo. En sus ojos pude adivinar el derretimiento que tenía que sentir en todo su ser. Sabía lo que deseaba un corsé, lo que le encantaba sentirse atrapada en todo su cuerpo, cortándole la respiración, sintiéndose desvalida, pequeña.

Me levanté y con un gesto le indiqué que se acercara. Cogí el corsé, que era de color blanco perla, de fina tela pero resistente. En su parte delantera unos bordados recorrían de arriba abajo todo el pecho, mientras que a la espalda se cruzaban los lazos que me servirían para ajustárselo a su piel, apretárselo para marcárseles los bordes de él. En su parte más baja, un letrerito bordado decía:  Dita.

Ella levantó los brazos y por ellos metí el corsé, ajustándolo en su cintura. Encajaba a la perfección, ya que tensó los cordones de la espalda, de tal manera que pude ver el juego que tendría para apretarlos. Antes de ajustarlo, metí las manos por delante y tirando de las argollas que había taladradas en sus pezones, los saqué por fuera del corsé. El diseño del corsé había sido mínimamente cuidadoso para dejar sus maravillosos pechos expuestos con la fuerza y dureza como los estaba sintiendo en ese momento.

La hice girar sobre tus talones, y empecé a ajustarle los lazos de la espalda. A cada tirón, notaba como su cuerpo gemía y se estremecía. Sabía lo que le gustaba esta sensación. Lo notaba cada vez que le ataba sus pechos y torso con las cuerdas y siempre me pedía con la mirada que le apretase más y más. Nunca parecía tener suficiente.

Fui atando poco a poco, apretándolo todo cuanto mi fuerza daba de sí. Cuando acabé, pasé mis manos por su armadura, notando su dureza y como la sensación del tacto cambiaba al llegar a sus caderas. Quise comprobar su nivel de excitación, y metí las manos por la entrepierna. Como ya sabía a ciencia cierta, su cuerpo estaba reaccionando por la necesidad de satisfacción, a la espera de que le fuera otorgado el placer que durante días le había prohibido.

La empujé contra la pared, pegando a ella la mejilla y levantando los brazos pegados. Le aparté las piernas, y lo primero que le coloqué fue la barra de separación para dejar más expuesto si cabe su sexo para mí.

Estando a su lado arrodillado, noté el calor y el olor que desprendía su sexo excitado, mojado... suplicando que le llevara a un éxtasis hasta ahora no vivido, al nirvana que le era prohibido tan a menudo, simplemente por mis caprichos y al cual ella se sometía sin rechistar. Antes de levantarme, pasé mi lengua por él y por toda la hendidura que formaban sus perfectos cachetes. Vi como mi saliva lasciva goteaba por sus pliegues, al tiempo que ella dejaba escapar un suspiro.

Luego le coloqué los dos grilletes para las muñecas que, al tener la cadena corta hacían que esta tuviera completamente estirada de brazos.

La imagen era perfecta, su cuerpo encorsetado, perfectamente definido por la forma de éste, se abría ante mí gracias a la posición a la que le había obligado a adoptar. Estaba lista para mi, lista para dejarse marcar por mi fuerza transmitida por el látigo. En mi mente sólo flotaban las imágenes de las marcas que su cuerpo ampararían.

- Mi amor, si supieras lo preciosa que vas a estar... – Dije mientras cogía el látigo. A mi tacto crujió el cuero. ¡Qué sensación! El olor del cuero se mezclaba con el olor del miedo que surgía de mi pequeña. Cómo me gustaban estas sensaciones. Esta calma antes de la tormenta. Esta tranquilidad antes de que el aire fuera rasgado por el sonido del látigo al golpear en su dulce piel.

El primero siempre pilla desprevenido y a su vez suele ser el más bello de todos. En la piel inmaculada aparece la tira blanca seguida del enrojecimiento típico provocado por la cola que haya golpeado. Vi como apretaba los cachetes involuntariamente, a la espera del segundo golpe.

- No quiero que los aprietes. Sabes que me gusta ver que tu cuerpo está relajado y poder ver el agujero de tu culo.

Un segundo golpe, y de nuevo apretó los cachetes. Pasé mis manos por su culo, tocando las dos marcas que había dejado el látigo. Ayudándome de las dos manos, se los separé, al tiempo que notaba que los volvía a relajar, y le introduje un dedo en él, sin esperar a lubricar ni nada. Note como apretaba los ojos, pero inmediatamente los relajaba de nuevo.

- Mi zorrita, si no quieres pasarlo realmente mal, te aconsejo que seas todo lo obediente que espero de ti. No me obligues a tomar medidas que sabes que no te gustan.

Saqué mi dedo y volví a golpearla con el látigo. Una, dos,... diez, veinte veces. Indiscriminadamente pasaba del culo a sus piernas, golpeándola en la parte posterior y en el interior de los muslos. ¡Ah, cuanta razón tenían Ann-Marie en Historia de O, qué poco sabíamos los hombres de causar dolor a las mujeres!

De sus ojos brotaron lágrimas. Como si de un cuadro se tratara que alcanzaba la perfección, recordé esa frase que tanto tiempo habían marcado mi vida: Las flores con rocío en sus hojas, y las mujeres con lágrimas en sus ojos.

Pasé las colas del látigo por su sexo, dejando ver como algunas gotas corrían por su superficie. Lo acerqué a mi boca y saboree la mezcla del cuero con sus fluidos, dejando que mi mente se inflamara, al tiempo que me desabrochaba el pantalón.

Solté el látigo y metiendo mis dedos entre el corsé y su espalda, la obligué a arquear la espalda, haciendo que sacara más su culo hacia fuera.

Restregué mi endurecida polla contra su coño, dejando que fueran sus fluidos imparables los que me la lubricaran. Puse mi glande muy cerca de su sexo, apretándolo contra él, para que lo notara y por un segundo pensara que su Amo por fin iba a penetrarla.

Pero ese pensamiento fue tan fugaz. Ella sabía que yo no la penetraría por ahí. Que nunca más volvería a ser follada como siempre lo había sido. No era aversión lo que sentía por ese agujero, sino simple placer de negar aquello que tenía la posibilidad de negar.

Así que enfrenté mi polla al agujero de su culo y empujé hacia dentro, notando toda la fricción que producía en su culo. Había estado anteriormente preparando su agujero a conciencia, ensanchándolo a medida que iba haciendo que llevara cada vez más tiempo el plug de silicona que compramos.

El ver las marcas de su piel hacía que mi cerebro hirviera de lujuria. Mis movimientos se hicieron frenéticos rápidos, incontrolados. Notaba como arqueaba aun más la espalda, intentando subir más la pelvis para que la penetración fuera más profunda. Si por ella hubiese sido, desearía notarse empalada por mi dura polla.

Notaba las gotas que chorreaban de su sexo, salpicándome en las pantorrillas a cada embestida. De su garganta escapaban gritos de placer junto con sollozos por la brutalidad con que estaba siendo penetrada.

Cuando, loco de furia, mi cuerpo fue incapaz de contenerse me corrí con toda mi ansia en el interior de su culo, inundándoselo completamente. En mi momento de éxtasis, veía su linda figura contorneada por el corsé y como ajustaba tan perfectamente su cintura que casi me hace perder la razón. Así me quedé agarrado a ella, jadeando y mezclando nuestros sudores con los fluidos que resbalaban por nuestros cuerpos.

Apreté sus cachetes al tiempo que sacaba mi polla aun erecta de su culo. Ella ya sabía que tenía que retener mi semen ahí, no era la primera vez que hacíamos este juego.

Volví a coger el látigo y crucé de nuevo su piel otras veinte veces más, como si de brochazos en un lienzo de tratase. Me encantaban sus marcas. Sabía que tendría que dejarla reposar unas semanas para volver de nuevo a tener una sesión como aquella. Pero durante este tiempo a ambos nos encantaría ver dichas marchas. A mí como autor de la obra y a ella, orgullosa de saber que su Amo había querido marcarla y que había sabido aguantar el dolor.

Desaté sus manos y la hice girar en el sitio, aun con las piernas separadas. Me tumbé en el suelo e hice que ella se agachara, quedando con las piernas flexionadas y completamente abiertas. Le llevé una mano a mi polla, indicándole que me masturbase, mientas que con la otra sabía qué tenia que hacer.

Ayudada aun por los fluidos que mi polla había escupido empezó a masajeármela. Al mismo tiempo, introdujo sus dedos en su culo y dejó que el semen que tenía ahí oculto, chorrease por sus dedos. Los estuvo un rato metiendo y sacando, hasta que notó que tenía la mano empapada de mis flujos, y se la llevó a la boca, saboreando cuanto su culo le daba.

Al ver aquello, no pude aguantar más y volví a correrme, al tiempo que ella movía más brutalmente mi polla, dejando que mi semen escapase con descontrolados escupitajos. Su boca limpió entonces cualquier resto del esperma blanco que me manchaba, junto al que había chorreado por sus manos. Su lengua rosada y caliente, era perfecta para esas tareas.

Después se levantó y se colocó en posición de espera, hasta que yo me incorporé y le desaté sus pies. Le di un beso y un mordisco en el hombro mientras le indicaba que recogiera su sopa y que fuera al cuarto de baño, que enseguida iría yo. Mientras recogía la ropa, vi los libros que había dejado en la entrada. Entre ellos, la carpeta con la pegatina que rezaba por los derechos de las mujeres a no vivir maltratadas. Y le pregunté:

- Por cierto, ¿has dictado hoy sentencia contra el maltratador aquél?





El mensaje en el foro es editado por una Feb 28 '15

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