La primera vez
Se conocieron en un foro de BDSM y durante mucho tiempo
estuvieron hablando acerca de sus gustos y sus límites, de sus deseos y de sus
limitaciones, primero a través de un ordenador y posteriormente en persona, y
cuando llegó el momento oportuno ambos decidieron que había llegado el día de
hacer realidad sus fantasías. De mutuo acuerdo eligieron una suite en un hotel,
un lugar ajeno para ambos en el que pudieran sentirse cómodos y confiados; el
reservó primero y a primera hora de la tarde, después de que hubiera comido y
descansado después de su jornada laboral, le ordenó mediante de un mensaje de
texto que se dirigiera al hotel convenido, que él le esperaria en la suite que
habían reservado y que debía llevar puesto.
Mientras
se dirigía hacia el hotel, un sinfin de pensamientos se arremolinaban en su
cabeza, si bien es cierto que le atraía poderosamente el bdsm y que él era una
persona culta, educada y con la mente equilibrada; la sola idea de estar a
merced de una persona a la que apenas conocía y que la iba a atar y producir
dolor le producía un cierto temor.
Tal y como
él le había indicado, dió tres golpes en la puerta y ésta se entreabrió, el
corazón le dio un brinco, se sintió como si fuera a saltar al borde de un
acantilado. Esperó unos cinco minutos de pie ante la puerta y finalmente entró,
la suite estaba a oscuras a excepción de dos filas de velas que marcaban el
camino que debía seguir y que la condujeron hasta él. Bajo aquella tenue luz
pudo distinguir su silueta, se había vestido de negro y en la mano sostenía una
fusta, había algo anacrónico, misterioso, sobrecogedor en aquel ambiente.
-Detente y
arrodíllate -su tono de voz habia experimentado un cambio radical desde sus
informales conversaciones alrededor de un café, era autoritario y transmitia
seguridad en si mismo-.
Muy
lentamente se arrodilló sobre la moqueta, aquel era su primer gesto de sumisión
y sintió un torrente de excitación que recorrió todo su cuerpo.
-Siempre
que estés ante mí estarás con la cabeza agachada y te dirigirás a mi llamándome
Señor, ¿está claro?
-Si...
Señor -dijo bajando la cabeza-.
-Cada ves
que me desobedezcas, protestes ante una de mis órdenes, o te olvides de algo,
recibirás un azote y si reincides recibirás diez azotes como castigo, ¿de
acuerdo?
-Si,
Señor.
-Y para
cualquier cosa que necesites, me pedirás permiso, ¿esta claro?
-Si,
Señor,así lo haré.
-Ahora
desnudate
-¿completamente,
Señor?
-Si, y
espero que se la última vez que cuestiones una orden mía, por lo tanto te voy a
dar un azote. Ahora levántate -dijo señalando con el dedo y apoya las manos
sobre la cama.
Con un
gesto rápido le levantó la falda del vestido y ella se preparó para recibir su
primer azote, se sintió expuesta, a merced de su amo aunque podía haberse
marchado e increiblemente excitada; estuvo durante unos minutos en esa posición
mientras el se deleitaba con la visión de aquellas nalgas prominentes
enfundadas en unas medias negras y un tanga del mismo color; y cuando creyó que
ya estaba a punto descargó su fusta. Aunque ligeramente amortiguado por las
medias, sintió el dolor punzante y la posterior quemazón y entonces sintió como
su mano acariciaba suavamente la zona dolorida y el dolor dio paso a la
excitación que se adueñó de su sexo.
-Ahora desnudate.
Aunque era
una chica muy liberal y habia estado desnuda ante muchos hombres, aquella vez
era distinto; los hombres la habian desnudado apresuradamente llevados por la
pasión o simplemente habia follado con ellas semidesnuda, nunca habia estado
completamente desnuda ante un hombre que la observaba y se sintó expuesta,
observada, sin intimidad. Sin mediar palabra abrió un cajón y extrajo el collar
y se lo enganchó al cuello, lo tocó con
sus manos, era un collar de cuero grueso,con tachuelas y estaba provisto de una
argolla, aunque su interior estaba forrado de suave terciopelo. A continuación
se puso tras ella y le ató las muñecas a sus tobillos con una cuerda. Ahora no podía moverse, pero aunque
hubiese podido no lo hubiera hecho, se sentía como hipnotizada, no era su
cuerpo el que habia sido inmovilizado, era también su alma la que era incapaz
de resistirse. Entonces puso ante ella un cojin, le cogió por los brazos, y
haciendo fuerza con sus manos hizo que se arrodillase sobre él, aquella mezcla de
severidad y amabilidad de la que hacia gala su amo la desarmaba.
Él se puso
a dar vueltas lentamente a su alrededor deleitándose en su cuerpo, recorriendo con su mirada cada
centímetro de su piel, sus pezones
excitados, la humedad que bajaba por sus muslos, su larga melena
castaña, su piel suave. ¿Cuánto tiempo
permaneció en aquella postura? Hubiese estado en esa postura por tiempo
indefinido, pues no sentía dolor en las rodillas y ya no sentía la presión de
las ataduras sobre sus articulaciones, de no ser por un creciente deseo de
orinar, aguantó cuanto le fue posible hasta que se vio obligada por su propio
cuerpo -mas no por su mente- a abrir su boca.
-tengo que
ir al aseo -gritó con un tono que oscilaba entre la súplica y el enfado-.
-¿No te
había dicho que debías pedir permiso?
-Si amo
-tragó saliva, consciente de que había cometido una infracción-, me he
olvidado, no puedo aguantar más.
-diez
azotes -contestó secamente- ahora vamos al baño.
Rápidamente
le desató las manos y los pies y con un estirón de la correa la obligó a
ponerse a cuatro patas y él comenzó a andar por el pasillo, ella le siguió
gateando como si se tratara de un bebé hasta que él se detuvo frente a la
puerta del aseo y con un gesto le indicó que entrara. Una vez dentro del aseo
ella hizo el ademán de cerrar la puerta pero él se lo impidió sujetando la
puerta con la mano.
-Me
perteneces, ¿lo recuerdas? Mientras estés conmigo incluso tus actos más intimos
son míos y no te permito que te ocultes, ¿está claro?
-Si amo,
perdoname, es la costumbre...
Tirando de
la correa le obligó a sentarse en la taza del aseo, y cuando hubo terminado de
orinar le ordenó que se limpiara y de otro tirón la sacó del aseo y la ordenó
caminar a cuatro gatas hasta los pies de la cama, le obligó a ponerle los
brazos en cruz y con dos cuerdas ató sus extremidades a la cabecera de la cama.
Todo su cuerpo se preparó para su primer castigo, para el dolor y el placer; la
excitación se adueñó de su sexo húmedo y abierto, deseó fervientemente que
aquel suplicio terminara, era preferible tener su carne azotada a esperar los
golpes de su fusta sobre su piel desnuda y en ese momento sintió como sus manos
se posaban sobre su piel, ascenciendo desde el ombligo recorrieron su vientre y
se detuvieron sobre su pechos, los masajeó sin piedad, lentamente, haciendo
círculos, tomando con sus dedos sus pezones, después sus manos recorrieron el
exterior de su sexo, sin entrar dentro de él, sus jadeos se hicieron cada vez
más intensos, su cuerpo temblaba; su sexo estaba dilatado, húmedo, a punto de
sucumbir ante el orgasmo, y justo en ese momento se detuvo y retiró sus manos,
cogió la fusta y le dió un primer azote sobre sus nalgas, un estremecimiento se
apoderó de su cuerpo y pronunció un leve gemido. Después vinieron los otros
nueve azotes, con una breve pausa entre ellos, unos más fuertes, otros más
débiles y asi fue como ella descubrió que el bdsm era el placer a través del
dolor. Cuando el décimo azote se estrelló sobre sus nalgas, acto seguido
introdujo las manos en su sexo y ella se derrumbó ante un intensísimo orgasmo.
Tras
desatarle las manos, ambos terminaron abrazados a los pies de la cama, agotados
y felices por haberse encontrado mutuamente como dominante y sumisa