Mujer sumisa
No te arrodilles... elévate... avanza... haz crecer tu
cuerpo frente a mi. Déjame aquí, sentado, contemplar como tus pies se
distancian del frío, déjame aquí y que sea, el calor de mis ojos el que ahueque
tus cabellos.
Me gustan así, envolviendo el dulce rostro que me
inclinas y llegando sus olas a morir en la playa de tus senos. Míos.
No te avergüences... sumisa... yergue tu cuerpo ante mi
que hoy soy yo quien espera... sentado, paciente, contemplar la divina desnudez
que cobija tu alma. Despréndete, una a una, de esas telas injustas, de esas
sedas enlutadas que lloran abrazadas a tu cintura, porque la suavidad de tu
piel no alcanzan. Déjalas caer, hasta morir en tus tobillos, siguiendo el ritmo
de las hojas otoñales; deja que caigan, y caigan con ellas los muros que
flanquean la profundidad de tu ser, que caigan el miedo y las ansias, lo
correcto y lo absurdo, que caigan y se quiebren, lo banal y lo efímero.
Es hoy mi sola voluntad, contemplar tu desnudez
sencilla.
Regala a mi ojos la timidez de tus curvas, la claridad
y la calma de tus pupilas; regala a mi voluntad, tus andares, tu camino; la
serenidad de tus muñecas, a mis manos; y tus encrucijadas a mis labios, a mi
razón alborotada de tenerte.
Deja que caigan, mujer, que con cada una se derrumben
los muros de tus infiernos, que es hoy mi voluntad... arder contigo en sus
fuegos. Que no quiero hoy, alimentarme de tus carnes ni flagelar tus huesos; no
quiero hoy, que sobre mis instintos cabalgues ni besar tu llanto, pues es hoy
mi sola voluntad, tenerte.
Tenerte, mujer, porque así y a mi forma, tú... me
tienes.