La llama del castigo
Llegó a casa a los pocos minutos de haber apagado el
horno. Como estaba en pleno proceso creativo, me pasaba gran parte del día
escribiendo en mi estudio sin salir de casa, así que aprovechaba para preparar
la comida.
- ¿Qué tal ha ido el día? –le pregunté desde el sofá
del salón.
- Tranquilo, la verdad. No hemos tenido mucho jaleo.
Trabajaba como enfermera en una clínica privada. Tenía
buenos horarios aun siendo coordinadora de planta, así que había perdido parte
del estrés que le suponía trabajar en el anterior centro.
-
Ahora voy contigo –añadió.
Pasados unos cinco minutos, apareció en el salón tal y
como yo esperaba: vestida exclusivamente con unas medias de medio muslo negras,
y un gran estuche donde guardábamos todo lo demás. Se arrodilló delante de mí y
me ofreció el estuche.
-
Soy tuya, estoy lista.
Sabía a la perfección que el día anterior se había
portado mal, corriéndose sin permiso prácticamente al empezar la sesión. Era
extremadamente sensible y yo sabía hasta dónde podía exigirle, y desde luego no
había cumplido su parte.
Abrí el estuche y saqué la vela que usábamos en cada
sesión. Nos gustaba (y todavía nos gusta, aunque ya han pasado muchas velas
desde entonces) hacer ese pequeño ritual, nos ayudaba a aislarnos del resto del
mundo. Tras encenderla, me acerqué a ella, y mis dedos recorrieron su precioso
pelo caoba, deslizándose luego por su nuca y notando como su piel se erizaba
instantáneamente.
-
Eres preciosa –le dije con una sinceridad
que añadía más firmeza a mi voz.
-
Gracias, Señor.
Acaricié sus pechos con la fusta, rozando suavemente
sus pezones ya duros, que se alzaban orgullosos y rosados en medio de sus tetas
firmes y de blanca tez, como la que cubría el resto de su cuerpo. Noté su
temblor; sabía de sobra que la fusta le daba pánico, pese a que nunca me había
excedido usándola.
-
Ábrete de piernas.
-
Sí, Amo.
Contemplé su coño totalmente depilado, tan apetitoso
como siempre. Sin embargo, no era noche para disfrutar de esa visión.
-
Ponte las braguitas –ordené.
Al ponérselas, pude ver como se oscurecían poco a poco
debido al flujo de su excitación, lo que acrecentó todavía más mi erección. Me
acerqué a ella y coloqué el vibrador a control remoto entre sus piernas,
rozando su clítoris a través de la tela de su ropa interior. A continuación,
até sus piernas a conciencia, dejándola totalmente inmóvil, y me aseguré de que
el vibrador estuviese bien sujeto, sin posibilidad de moverse. Por último,
enlacé sus manos a la espalda, para evitar tentaciones que supusieran más
castigos. Aún no estaba adiestrada para tanta fuerza de voluntad.
-
¿Querías correrte, verdad? Hoy vas a
hacerlo, tantas veces como yo quiera. Tienes que aprender que tu placer es un
regalo que yo te otorgo, pero que puede convertirse en un castigo cuando no
obedeces, ¿entendido?
-
Sí, Amo –me dijo con voz temblorosa.
Todavía no había experimentado algo así, por lo que no sabía si eso de verdad
era un castigo.
Me senté en el sofá, con el control remoto del vibrador
en la mano, asegurándome de que no había nada cerca con lo que pudiese hacerse
daño si se agitaba demasiado, y poniendo en marcha el castigo.
Sus gemidos no tardaron en llegar, pese a que trataba
de retenerlos mordiendo su labio inferior. Pronto sus bragas quedaron
totalmente mojadas, inundadas de sus fluidos.
-
Amo, no aguanto más... –me dijo
lastimeramente.
-
Córrete.
Segundos después, espasmos de placer recorrían su
cuerpo, y con una respiración
entrecortada trataba de coger aire para recuperarse. Pero no había tiempo para
descansar. No hoy.
Al tercer orgasmo, aumenté la vibración, y agradecí no
tener vecinos que pudieran alarmarse de los gemidos (o envidiarlos, quién
sabe). Ella no paraba de agitarse, seguramente empezando a odiar, al menos
temporalmente, su facilidad para el orgasmo.
Tras un buen rato, bajé la intensidad, y le di un poco
de agua, a la vez que frotaba mi abultada entrepierna contra su cara. Pasó su
lengua sobre la tela que cubría mi polla dura, y yo me aparté.
-
Eso no va a ayudarte hoy, mi querida puta
–le dije aumentando de nuevo la velocidad.
Tras correrse varias veces más, noté que empezaban a
caer algunas lágrimas de sus ojos: estaba completamente exhausta.
-
¿Ya estás cansada?
-
Sí, Amo –me dijo tratando de mantenerse lo
más entera que pudo.
-
Yo todavía no. Todavía quiero al menos
cuatro más, Vas a aguantar y a satisfacerme, verdad?
-
Los que usted me pida, Señor –me dijo entre
sollozos, imaginando lo que quedaba. Ya se había convencido de que era un
castigo, uno muy duro.
Su respuesta era exactamente lo que buscaba. Apagué el
control remoto, aunque creo que estaba tan abstraída en su ensoñación mezcla de
placer y agonía, que ni siquiera lo percibió. Al tocar su cabeza, de pie frente
a ella, se sobresaltó y alzó la vista. Sus ojos, brillantes por las lágrimas y
por su amor, me miraron fijamente, mientras yo acariciaba de nuevo su pelo.
La desaté y ayudé a que se incorporase, ya que sus
piernas temblaban del cansancio y la tensión, y de los esfuerzos por liberarse
inconscientemente.
Nos tumbamos en el sofá. Ella, desnuda, temblando y
sollozando todavía; yo, con la ropa puesta, abrazándola por la espalda y
besándola con adoración.
-
Eres preciosa, a todos los niveles –le
susurré al oído.
Su respuesta fue acurrucarse aún más, apretando mi
mano. Tras un rato, le dije:
-
Las patatas están en el horno esperándote
–le dije.
Ella se incorporó con súbita alegría: le volvían loca
las patatas al horno que preparaba. Se incorporó de un salto exclamando:
-
¡Vamos, vamos!
Se detuvo en la puerta de la cocina y me miró,
sonriendo, con la ropa interior todavía puesta y empapada, y las medias que
mantenían el tipo como podían.
Desde el salón le devolví la sonrisa, apagando la llama
de la vela mientras observaba con amor la llama de mi vida.