A Oscuras
Es la oscuridad la que baña mis ojos. Todo está en
silencio, excepto los latidos de mi pecho que se aceleran con cada respiración.
Un susurro que me acaricia junto al escalofrío que me
recorre por la espina dorsal. Mi vello se eriza como reacción a su presencia.
Ese perfume me transporta hasta más allá donde los secretos jamás serán
compartidos, sólo serán un recuerdo que, cada mañana, al despertar, inundarán
una y otra vez mi alma y mi cama.
Necesito tocarle, necesito hacer tangible esta emoción
que me va a estallar en el fondo de mi ser. Pero no puedo, el frío metal que
une mis manos en mi espalda, impiden cumplir este ardiente deseo.
Contacto. Sus dedos, como la punta de una flecha,
punzantes pero tan suaves que creo morir, arañan detrás de mi oreja recorriendo
el largo de mi cuello. Sin prisas, lentamente. Me estremezco y creo flotar. Un
fugaz suspiro escapa de mi boca, rompiendo el compás de mi respiración
acelerada.
Una orden de sus labios basta para obedecer cualquier
petición. Mis rodillas se hincan en el suelo, y es el frío el que hace que
baje, tan solo un poco, de mi nube.
Ahora puedo escuchar sus pies descalzos, caminando a mi
alrededor, y aunque no puedo ver, noto sus ojos que me observan. Otro agradable
escalofrío y se tensa cada fibra de mi cuerpo. Las esposas tintinean a mi
espalda cuando su mano agarra con firmeza de mi pelo y me obliga con cariño a
apoyar mi cabeza sobre el mullido cojín que hay en el suelo. Expuesta de esa
manera, un ardiente calor recorre y tiñe mis mejillas de un rojo fuego y baja
atravesando mi cuerpo hasta mi bajo vientre.
Un silbido inesperado en el aire y una rápida punzada
que electrifica cada milímetro de mi trasero. Después calor. Un segundo
silbido, anuncia lo demás. Sólo él puede transformar éste dolor en el más
oscuro de los placeres. Ante tal oleada, me dejo llevar y pierdo la cuenta y
quiero gritar y pedir que pare, pero no lo haré.
La fuerza suave de sus manos, empujan de mí hacia
atrás, con cuidado y lentamente hasta que quedo sentada de rodillas y algo
mareada. Todo me da vueltas y me resguardo en la caricia melosa que recoge mi
cara. Su aprobación.
Sus pasos se alejan ¿Dónde se va? Pasan los minutos,
las horas o los segundos, no sé ¿Dónde está, mi Señor? No soporto la distancia
y mi estómago se llena de angustia. En la profunda oscuridad, le busco y no le
encuentro. Me retuerzo por dentro, quiero gritar, llamarle, pero no lo haré. El
nudo de mi garganta no me dejará hacerlo. Pum pum, pum pum. El pulso sordo se
cobija en el fondo de mis tímpanos y no me dejan escuchar nada más. Pum pum,
pum pum.
El soplido fresco en mi nuca me indican que él nunca se
fue. De su garganta emana una breve risa pícara y profunda y de mi corazón
brota la alegría que indica que siempre estuvo aquí.
De nuevo, de sus dedos una caricia que recorre mi
columna, y como un gato, arqueo la espalda a su paso. La humedad de su lengua
moja mis labios por primera vez desde que la oscuridad me abrazó. Me regocijo y
abrazo ese beso, intentando alargarlo lo máximo posible por si decide marcharse
otra vez.
El crujir de su ropa me indican que se levanta y se
sitúa ante mí. El sonido de la cremallera bajando de sus pantalones indica que
mi espera va a tener su recompensa. Un largo dedo se introduce dentro de mi
boca y me obliga a humedecerlo. Tira de mi mandíbula hacia abajo dejando mi
boca abierta y dispuesta. Saboreo cada centímetro, disfruto mi ansiado premio,
que no es más que su placer, sentir sus manos aferrándose a mi pelo,
enredándose, tirando suavemente de él, empujándome cada vez más a su éxtasis y
explotando dentro de mí, llenándome de su esencia y de su presencia.
Otra orden y mis temblorosas piernas me ponen en pie.
Como el mejor de los lazarillos, me sujeta y me conduce hacia algún lugar de
esta habitación. Me dejo llevar, casi de puntillas, como si estuviera caminado
sobre algo tan frágil como mi alma en estos momentos. Mis grilletes metálicos
liberan mis muñecas y él, con suaves besos, alivia el frío al que estaban
sujetas. Con su pañuelo impregnado en su aroma, limpia mi cara de sus restos.
Con las manos desnudas palpo lo que tengo delante, una
pared y su voz me insta a buscar apoyo en ella. No quiero caerme, así que
obedezco a su petición susurrada. De cara a la pared, de espaldas a mi Señor,
me ofrezco a él con las piernas abiertas. Aunque ya lo sepa, le hago saber que
estoy a su entera disposición, de que soy suya.
De pronto, el calor de una de sus manos inunda mi
entrepierna que acaricia con dulces vaivenes. La otra mano, juguetona, me
pellizca el pecho hasta que mi garganta emite un grito doloroso casi
gemido. Agarra mi cuello y aprieta. Me
cuesta respirar, el aire entra lenta y agónicamente. Me libera unos instantes y
de nuevo vuelve a ejercer el control de mi respiración.
Un cosquilleo comienza a plantearse. Voy elevándome
subiendo por mi escalera de nubes a medida que el clímax final se acerca. Pero
entonces, se detiene, y mi escalera se desmorona haciéndome caer junto a su
pregunta. Me hace implorar y segundos después estallo en su mano y cada vez me
hago más pequeñita, más pequeñita, más pequeñita, hasta casi desaparecer
dejando que las oleadas de placer rebosen de mí, deslizándome por la pared,
buscando descanso, me siento en el suelo.
Me libra de mis ataduras que evitan que pueda ver, a
través de mis ojos entrecerrados, pues aún no se han acostumbrado a la tenue luz de esta
habitación, consigo vislumbrar su rostro borroso con una sonrisa borrosa.
Después un cálido abrazo y unas reconfortantes palabras en voz bajita.
Gotas saladas bañan mis ojos, pero no te confundas, no
es pena. Es la más grande de las dichas.