Abrió la puerta y me miró fugazmente a los ojos antes de bajar su mirada. Cerró la puerta tras de mí y hundió su cara en mi pecho para que le acariciara la nuca. Era la manera de saludarnos al comienzo de cada sesión.
Después de unos instantes retiré la mano de su nuca y se separó un par de metros. Lucía para la ocasión una escasa combinación negra que dejaba poco margen para la imaginación. Pasamos al salón y allí estaba preparada como era previsible una bandeja plateada con dos filas de pinzas de madera perfectamente alineadas. Pasé mi mano por su nuca como símbolo de aprobación.
Era una vivienda exterior con muchas ventanas, luminosa, que daba a una calle medianamente ancha y transitada, con otros edificios enfrente a una distancia intermedia. Sin embargo, la estancia estaba más bien en penumbra, ya que las persianas a medio bajar y las tupidas cortinas creaban un ambiente profundamente intimista.
Le hice darse la vuelta y mientras le envolvía apretándome a su espalda acaricié todo su cuerpo, recorriendo la lencería que llevaba y sintiendo la electricidad de su piel. Poco a poco, liberé su cuerpo de la escasa tela que lo cubría y una vez desnuda le señalé la silla donde debía sentarse.
Una vez allí y mientras oía su respiración entrecortada fui atando sus brazos al respaldo y las piernas a las patas de la silla. Su rostro había desaparecido bajo su pelo y notaba como su excitación iba en aumento.
Durante un tiempo estuve contemplándola así atada en la silla, en silencio, me gustaba verla entregada de esta manera a mí. Se notaba como su cuerpo se tensaba, como se contenía a duras penas, intentando no desbocarse.
Ya nos conocíamos hacía un tiempo y habían sido varias las sesiones realizadas en su casa. Antes de cada una mediante el móvil o el chat acordábamos los términos y la confianza mutua era plena, claves para el buen desarrollo de todo. El conocerse cada vez más hacía que las posibilidades se multiplicasen y las sesiones fueran cada vez más ricas y satisfactorias para ambos.
Esta vez quería darle un toque nuevo, que se viera más frágil e indefensa si cabe. Para ello me acerque con paso firme y la arrastré junto a la silla y girándola la puse de cara a la ventana más amplia. En un rápido gesto, subí las persianas, corrí las cortinas y abrí la ventana de par en par.
Su reacción, levantando su rostro, fue mirarme con asombro, con lágrimas contenidas por el súbito resplandor. Enfrente una infinidad de ventanas y balcones, y ella atada desnuda, exhibida al que quisiera mirar.
Noté como además de sus nervios, y el ritmo de sus latidos, su humedad también subía. Dentro de ella una lucha interior, una situación no esperada ni deseada, pero que le hacía excitarse más allá de lo que ella hubiera pensado nunca.
Era el momento de las pinzas, la fila superior era para la parte de arriba y la inferior para la de abajo.
La primera siempre era para la lengua, así me aseguraba que estaría con la boca abierta y que la aportación de saliva resbalando por su cuerpo no faltaría.
Las siguientes para los pezones, una vez debidamente endurecidos.
Antes de poner cada pinza masajeaba la zona, y en el momento de ponerla ella tenía que estar mirándome a los ojos. Así podía disfrutar del fugaz brillo en sus ojos y de la mueca contenida en su boca cada vez que ponía una. Ese instante era imperdible.
Una vez decorados sus pechos con las pinzas y mientras la saliva empezaba a caer de su boca, me gustaba acariciar las pinzas ya puestas, con suaves toques con la palma de la mano, haciendo que se movieran o tirando de ellas.
Poniéndome detrás de ella movía sus pechos arriba y abajo y haciéndole levantar la cara le hice mirar a los balcones de enfrente. Su rostro dibujaba una mezcla de vergüenza y morbo, y su cuerpo se retorcía en la silla.
Las últimas pinzas estaban destinadas a sus labios vaginales, que esta vez estaban más mojados que de costumbre. Retiré el exceso de flujo de ellos con mis dedos y quitando la pinza de la lengua, una vez logrado el objetivo de llenar su cuerpo de saliva, hice que los chupara.
En la conexión de miradas cada vez que ponía una pinza se apercibía un amago de suplica, de renuncia, rápidamente seguido de un destello de deseo, reflejo del conflicto entre su cuerpo y su aversión al dolor y su mente y su adicción a la excitación.
Una vez finalizada mi obra, con su cuerpo vestido solo por mis pinzas, la dejé por unos minutos frente a la ventana, mientras yo iba a la nevera a por algo fresco. Así la dejé expuesta a las miradas indiscretas, gozosa de su indefensión, con el único sonido del tráfico de la calle y los latidos en su interior.
Al volver, cerré la ventana y dejé las persianas y las cortinas como estaban inicialmente. Fui quitando las pinzas una a una, igualmente manteniéndonos la mirada, disfrutando de cada momento. Una vez liberada de todas, masajeé sus castigados pechos con cubitos de hielo e hice que sus labios vaginales envolvieran una lata de refresco para templarla. Nunca me gustó la bebida demasiado fría. Su lucha por moverse lo menos posible me agradó y poco después dejé el trabajo con el hielo y solté sus ataduras.
Ya libre y para que volviera a entrar en calor dejé que me desnudara y que su cuerpo frío por el hielo me abrazara para que entrara en calor. Toda ella se enroscaba a mí, agradecida por lo que le había hecho sentir, mientras bebíamos a sorbos el refresco debidamente templado con su sexo.